A menudo confundimos lo humano con lo divino. Confusión que, por cierto, suele ser bastante interesada y tendenciosa, pero eso hoy no toca. El caso es que nos olvidamos de que aquellos que ocupan cargos de máxima responsabilidad a nivel mundial son personas. Seres humanos de carne y hueso. Como tú o yo. Como cualquiera. En el caso de la iglesia católica con una particularidad añadida: el lider, por defecto, suele contar con una edad avanzada. Estar mayor, con toda la presunta sabiduría y los incontestables achaques que esto conlleva, no es una buena cualidad para dirigir nada. Normal entonces, y comprensible, que muchos de los que entran a votar no quieran salir elegidos. Y por qué no, aunque suene disparatado, imaginar que el nuevo papa electo, antes de saludar a sus fieles, decida darse a la fuga presa de un ataque de pánico. Miedo escénico. Curioso mal para quien ha pasado prácticamente toda su vida delante de los demás, protagonizando y dirigiendo rituales. Algo que pudo elegir en su día, cuando ni siquiera imaginaba que, fruto de esta elección, le robarían una vejez sosegada para convertirle en papa.
La situación que presenta la película es surrealista: con la fuga del papa todos quedan encerrados en el vaticano, acompañados de un psicoanalista ateo que no ha logrado que su santidad “entre en razón” (curiosa meta para un psicoanallista). Así, se nos va mostrando la humanidad de lo divino: tienen tiempo de aburrirse, de jugar a las cartas, de aprender cómo deben tomar sus medicamentos (no mezclar los de dormir con los de la depresión, por favor)… e incluso de organizar un torneo intecontinental de voleybol, en el que los cardenales no solo muestran sus dotes para el deporte, sino también su afán competitivo. Todo ello mientras el fugado trata de encontrarse a sí mismo, perplejo ante un diagnóstico de déficit maternal, y recordando buena parte de su infancia y su juventud. Algo que parece que los demás ignoran: todo papa como ser humano de cierta edad que se precie, está repleto de frustraciones, de sueños irrealizados, y de otras muchas vidas que le hubiera gustado llevar a cabo. La insatisfacción antropológica hecha carne en el llamado a ser el sucesor de Pedro.
Ser actor. Este fue siempre el verdadero deseo del papa electo. Vocación frustrada, traducida al mundo de la escena: la única manera de poder actuar a diario parecía ser el sacerdocio. Una forma como cualquier otra de tener el público asegurado. Nunca podría interpretar Tío Vania, ni cualquier otra obra de Chejov, pero al menos tendría un escenario. Esa fue su manera de disfrutar del teatro de la vida. Un teatro fue precisamente el lugar en el que le encuentran y asume que el sainete ha terminado. La obra principal no puede continuar sin el actor protagonista: toca volver al Vaticano. El “show” debe continuar, y lo divino no puede quedar paralizado por los temores de un cardenal que bien podría superar la setentena. El factor humano es totalmente secundario, y tampoco importa mucho la voluntad individual: después de cada fumata blanca ha de haber un nuevo papa. Dios y los fieles no pueden esperar más. Y el psicoanalista, por otro lado, desea volver a su consulta lo antes posible: está obsesionado con la puntualidad y la profesionalidad. No solo esto: en estos días ha llegado a echar de menos a su ex. Hasta el psicoanálisis tiene también su lado humano. Qué cosas. Lo humano de lo divino. O la vacuidad de lo pretencioso. Carne y hueso. Dolor y cansancio. Estamos hechos todos de lo mismo. Riámonos entonces todos juntos, incluso del título de la película. No seré yo quién desvele si, pese a llevar este título, hay un solo minuto del metraje en el que se pueda decir: “habemus papam”.