Desde el pasado domingo, se ha hablado y escrito bastante sobre Cuestión de Educación, un nuevo programa de Salvados que abrió con este tema una nueva temporada. Surgieron en el programa muchos y diversos temas: el porcentaje de enseñanza concertada y privada del país, los recortes educativos, la comparación con Finlandia, la primera “potencia mundial” en éxito educativo. Se expuso también un argumento que a menudo suele esgrimirse para defender la enseñanza pública: su función como garantía última de la cohesión social. Este argumento es verdad y es mentira a la vez. Arriesgándome a ser políticamente incorrecto, tiene sentido plantear la cuestión para ver cómo y por qué la enseñanza pública favorece y fomenta esto que se ha dado en llamar “cohesión social”. Algo que hace más y mejor que la enseñanza concertada, pero que no es, ni mucho menos, una opción buscada, elegida o asumida por quienes diariamente acuden a dar clase a un centro público. Veamos por qué.
La idea en sencilla: una de las formas de reducir la conflictividad social, la marginación y la exclusión es la educación. La única oportunidad que van a tener muchos niños y adolescentes para salir de un contexto que les cierra caminos es su colegio y su instituto. Como es fácil imaginar, estamos hablando de una parte de la población que presenta unas dificultades innegables dentro del sistema: inmigrantes, sectores marginales, minorías étnicas, etc. Y si se mira los porcentajes es verdad que la mayoría de estos alumnos acuden a centros públicos. Más aún: muchos padres se decantan por la enseñanza concertada con la única finalidad de que sus hijos no compartan aula o mesa con estos otros alumnos que suelen etiquetarse de “problemáticos”. Ignorando con ello, por cierto, que con el concierto educativo va incluido, entre otras cosas, una hipotética redistribución igualitaria de alumnos que nunca llega a ser real en la práctica. En otras palabras: aunque la enseñanza concertada debería contar con porcentajes similares, lo cierto es que no es así. La conclusión parece clara: gracias a la escuela pública se logra integrar a todo un sector de la población que estaría en riesgo de exclusión social. Y más aún: gracias a la oportunidad que representan los centros públicos, algunos niños que crecen en contextos difíciles llegan a cursar estudios superiores y abandonan esas circunstancias que tan duramente han podido condicionar su infancia.
Hasta aquí llega la verdad de la “cohesión social” de la enseñanza pública. Pero hay también un lado oculto. Cualquiera que trabaje en un centro público ha podido pasar por experiencias similares: estos alumnos difíciles no son bievenidos en las aulas. Desde quienes se alegran de que los absentistas lo sean y lo sigan siendo, hasta quienes visitan cada comienzo de curso los despachos de jefatura de estudios para que no les “toque” dar clase al grupo en el que está fulanito de tal. No creo que el profesorado de la enseñanza pública asuma de buen grado esta función de “cohesión social” de la enseñanza. Más bien al contrario: se buscan y se aplican las triquiñuelas más diversas para evitar el posible conflicto.Tampoco creo que esto reste un ápice de profesionalidad a los profesores: a nadie le gusta dar clase a alumnos que pueden tener comportamientos agresivos, que llegan a insultar al profesor en el aula o que en ocasiones representan una amenaza para sus compañeros. Da muy bien en cámara afirmar que la enseñanza pública favorece la inclusión social, pero si lo hace es muy a su pesar, de mala gana. Pero la realidad es muy distinta cuando se apagan los focos y no se está delante del presentador de turno. Entonces ese progresismo que suele acompañar a la educación pública se transforma en otra cosa. Esa cosa que muchos docentes de centros públicos conocemos de primera mano.