Más de veinte siglos de civilización occidental. Hijos de la filosofía y de la ciencia. Consumidores ávidos de tecnología. Dominadores de la naturaleza. Encumbrados por el saber a niveles de bienestar jamás soñados. Elevados por el progreso a formas de vida mucho más avanzadas que la de todos sus predecesores. Animales que han dejado de serlo, o de concebirse como tales, gracias al deslumbrante poder de la razón. Así estamos en este inicio del siglo XXI, aferrados a la seguridad que nos proporcionan verdades bien fundamentadas. O no tanto. Estamos viviendo en los últimos años una serie de sucesos que nos recuerdan que el mundo no está ahí ya cerrado. Creado para siempre de una vez por todas. Organizado de una forma mínimamente justa, racional. Desde 2007 a esta parte, estamos empezando a tomar conciencia de que no hay un orden dentro del cual nos insertemos y todo pase a funcionar a las mil maravillas. No es así. El orden somos nosotros: todos. Y si falla una de las partes, puede verse afectado el todo. Hubo ingenuos que pensaron que la construcción racional del sistema garantizaba su mantenimiento. Ahora hemos descubierto que el sistema no es racional. Y que vivimos rodeados de algo que algunos creían desterrado: de cuestiones de fe.
La mecha de la fe se prende en 2007: hasta entonces, y aun algún tiempo después, se nos dijo que la economía era una especie de vuelo sin motor inacabable. Cómo van a bajar los pisos, eso no se ha visto en los últimos cien años. Firme usted aquí, se trata de una inversión con un mínimo riesgo y un beneficio muy superior al de cualquier otro producto. El piso que te estoy vendiendo valdrá el seis meses 6000 euros más de lo que estás pagando. Frases de este estilo estaban a la orden del día en una sociedad que vivió de una especie de alucinación colectiva, en la que, contraviniendo la vieja frase, sí se pudo engañar a todo el mundo (salvo honrosas excepciones) durante todo el tiempo. Creer que la construcción puede ser un motor económico duradero y estable. Creer que es posible obtener altas rentabilidades en un periodo bajista. Igual da sellos que complejos productos financieros: en último término la economía venía descansando sobre una gigantesca cuestión de fe, que ha terminado explotando en las narices de todos.
Ahora se propaga una segunda oleada de desengaño. Perdida la fe en el banco o la empresa, al menos quedaba la política. Creer en las instituciones. Creer en nuestros representantes. Tener la confianza en que gracias a un sistema construido racionalmente para posibilitar la vida en común de millones de personas, todos podremos salir adelante. Creer que cada voto cuenta. Asumir como un hecho que la persona que aparece en el telediario no se sirve a sí mismo, no es súbdito de unas siglas o unos colores. Es un servidor de la sociedad. Creer que los poderes están razonablemente separados y que los jueces jamás se verán condicionados en su hacer por el poder ejecutivo o el legislativo. Creer que los medios de comunicación informan de una forma neutral, sin dejar que sus propios intereses empresariales determinen la forma de presentar la noticia. Haciendo un chiste que roza el sarcasmo, todo esto es creer lo que no vimos. O haciendo una aplicación exagerada de la vieja de frase de Kant: tuve pues que quitar sitio al saber, para cedérselo a la fe. Una fe que impregna todo lo que hacemos, y que ahora está rota en mil pedazos.