Hablar de la relación entre filosofía y sociedad resulta hoy incómodo. Podríamos adoptar la estrategia de la avestruz: meter la cabeza en el suelo y no mirar. Envolvernos en nuestra propia historia y crear un relato hostórico en el que ir desgranando cómo los diferentes pensadores han sido imprescindibles para el cambio social. Delitarnos con una falsa autocomplacencia de un pasado esplendoroso que quizás nunca fue tal. En fin, podríamos faltarle el respeto a la famosa frase de Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía”. Pero no serviría de mucho. Y tampoco otra estrategia habitual en el mundillo intelectual: descargar toda nuestra ira, filosófica o no, contra una sociedad que hace ya décadas que nos ha vuelto la espalda, si es que alguna vez a lo largo de la historia dio la cara, hacia una forma de pensamiento peculiar, que no destaca por su accesibilidad. Un ejercicio, en fin, de acoso y derribo hacia una sociedad que tiene los oidos puestos en otras cosas.
No es este un buen camino. Acusar a la sociedad es quedarse solo por una parte. Hay que preguntarse por qué, después de dos años de filosofía en el bachillerato, son excepción los que salen hablando bien de la filosofía, habiendo disfrutado en al menos una parte de sus clases. Más que nunca, hoy tenemos delante nuestro la crisis de la filosofía en el sistema educativo: se oyen voces muy críticas con el ministerio, con la sociedad de masas y consumo. Pero no se escucha la autocrítica. En qué hemos convertido la filosofía los profesores, desde el que acaba de empezar en la enseñanza hasta el catedrático de universidad que está a punto de jubilarse. Hablar hoy de filosofía y sociedad pasa necesariamente, a mi modo de ver, por investigar en qué punto ha perdido la filosofía la toma de tierra. En qué momento se ha encerrado sobre sí misma, elaborando un discurso propio, en el que solo brillan algunas excepciones que, afortunadamente, encuentran un pequeño espacio en los grandes medios de comunicación. Y hay otro fenómeno bien peculiar: el renacer de nuevas experiencias filosóficas como ejemplo de un camino a seguir que quizás pueda conectar con la sociedad. La perplejidad se convierte casi en imperativo cuando vemos cómo languidece la enseñanza filosófica reglada mientras renacen encuentros, charlas, talleres y cafés, que empiezan a extenderse por ciudades bien diversas. Puede que la sociedad, al menos una pequeña parte de ella, sí quiera filosofía, pero no necesariamente el fósil que a veces se encuentra en un aula.
La filosofía que emana del diálogo sí parece encontrar una respuesta positiva. Un mensaje para navegantes: el filósofo hoy no sólo tiene que saber hablar, sino también escuchar, argumentar. Esa pretensión filosófica casi hasta engreida de “transformar la sociedad” se está invirtiendo en las últimas décadas: es la sociedad la que va cambiando la filosofía, la forma en la que se concibe a sí misma y también la relación que mantiene con el resto de saberes. Todo lo que ha dado en llamarse filosofía práctica empieza a bullir, propagando la pregunta más que la respuesta, el filosofar en torno a la vida a través de la filosofía más que el aprender la filosofía para después cuestionarse si acaso puede ayudarnos a enfocar la vida. Nunca será la filosofía una actividad de masas, pero lo que sí es cierto es que la porción de la sociedad que se interesa por la filosofía demanda de esta una actitud de apertura y diálogo. Compartir las ideas, refinarlas, ponerlas en común. Lecturas discutidas en voz alta, cuestionadas por todos y no solo por especialistas en un código que a veces se clausura en sí mismo. Esta es la manera de salvar la filosofía para la sociedad. Y el único camino de verdadero cambio social, asumiendo que no será nunca a medio o corto plazo, sino que se dilatará en el tiempo. Si queremos que la filosofía tenga un mayor influjo social, hemos de esperar décadas de buenas prácticas filosóficas. En lo que esto no ocurra, seguiremos atrincherados en el lamento y el rechazo a una sociedad que según creemos, no entiende lo que queremos decir o no lo valora. Lo cual es especialmente grave cuando a menudo ni siquiera los que estamos cerca de la filosofía podemos ponernos de acuerdo en cuestiones tan fundamentales como esta: qué es filosofía, qué es enseñarla, qué es aplicarla y qué relación ha de tener con la sociedad en la que se desarrolla.