El yo y sus circunstancias. Uno de esos temas que aparentemente está ya más que superado, pero que reaparece en el centro mismo de múltiples debates, incluso en los momentos más inesperados. La red trae consigo una consecuencia bien peculiar al respecto: una de sus tendencias más marcadas es que el individuo se difumina. Cuando se habla, por ejemplo, de la cultura libre y gratuita, se viene a despreciar el esfuerzo creador. Y algunos piensan que hay motivo para ello: si un grupo de música graba doce canciones, no puede pretender vivir de ello para toda su vida. Ni siquiera una temporada: su trabajo consiste en cantar esas canciones. Al no respetar los derechos intelectuales, parece que el individuo quedara totalmente desdibujado ante una obra que, quién sabe, hubiera visto la luz de una forma u otra. Sea en el mundo de la literatura o del arte: la historia de tal o cual novela iba a ser contada antes o después. Quizás con mejores palabras, pero el nombre y los dos apellidos del autor poco importan. La impronta la deja la obra, no el autor. Tanto es así, que es habitual leer en las redes sociales mensajes descalificativos y muy despectivos hacia los artistas que, en los tiempos que corren, siguen abogando por los derechos de autor. Gracias a Internet se extiende la idea de que, en el terreno intelectual, todo es de todos.
Contrasta este hecho con una tendencia bien particular: el ansia de eternidad del pirata. Es el espíritu de la contradicción: negamos el valor de la individualidad creadora, pero queremos dejar una huella como buenos copiones que somos. La experiencia resultará familiar a todos aquellos que alguna vez hayan utilizado las redes P2P, o que hayan buscado alguna película para descargar por torrent: siempre, siempre, siempre, aparece en el nombre del archivo el pseudónimo de la persona que se ha encargado de elaborar este material. Claro está, el pirateo no es cuestión de diez minutos: hay que saber “ripear” el video, jugar con los formatos de audio para la música, o dominar el escáner en el caso de los libros. Todo ello lleva un tiempo. Nadie espera recompensa económica alguna, pero sí el reconocimiento de la comunidad: hay que ver lo bien que ripea las pelis taravito. Si fue dirigida por tal o cual persona, o si los actores lograron tal o cual premio, es prácticamente secundario. Internet consagra el pirateo casi en un arte en sí mismo, y los mayores piratas, aquellos que más aportan a la comunidad merecen sin duda un reconocimiento por ello.
Desembocamos así en una situación paradójica: renegamos de los creadores, pero los copiones desean permanecer en nuestra memoria. ¿No sería acaso más coherente realizar la copia y lanzarla al mar de la red, metida en una botella, sin señal alguna que permita a los posibles beneficiarios saber que le deben todo el trabajo a MarDeFondo o al PataDePalo? O acaso estemos reproduciendo precisamente eso que queremos negar. Lo cual podría guardar un cierto resentimiento o envidia: los que jamás crearemos nunca nada de valor deseamos que las obras valiosas de los demás estén a disposición de todos, pero con una ligera marca de agua, con una pequeña señal, que a modo de pseudónimo nos pueda proporcionar una mínima inmortalidad. Somos los piratillas auténticos parásitos de la creación, tratando de pervivir copiotas, pegados al lomo de los auténticos creadores, esos que sí son capaces de filmar una buena historia, escribir un buen libro o grabar canciones que después suenan de boca en boca. El yo y sus circunstancias: ese mismo yo que negamos al creador queremos reconocerlo y valorarlo en quien realiza el revolucionario acto de copia&pega&comparte. Los buenos samaritanos de la cultura que se encargan muy mucho de que sepamos quiénes son, aunque sea bajo una identidad falsa. Una conclusión provisional: tenemos que darle más de una vuelta y más de dos al tema de la creación cultural y su reconocimiento en Internet.