El debate entre república y monarquía es prácticamente una constante de nuestra corta historia democrática. Es bien sabido el lamento de muchos: en aquel referéndum constitucional no hubo una elección auténtica. O bien se optaba por la monarquía parlamentaria o bien se entregaba uno a no se sabía muy bien qué tipo de inestabilidad política. Mejor dicho: quizás sí se supiera bien, dada la cercanía temporal con la dictadura. En estas circunstancias es fácil comprender el por qué del apoyo abrumador a la constitución. Algo que no impidió que la monarquía fuera ya cuestionada en su día, y que las voces críticas se hayan ido sumando en las últimas tres décadas. Los argumentos que se han esgrimido en este tiempo son de sobra conocidos, pero quisiera centrarme en uno muy habitual, que alude la gran personalidad del monarca, que es una de las bazas a tener en cuentra cuando se habla del peso de nuestro país en el extranjero. Traspasando los tópicos de la “campechanía”: hay quien dice que la exquisita “profesionalidad” del jefe de la Casa Real ha logrado importantes acuerdos comerciales y ha jugado un papel decisivo en las relaciones diplomáticas internacionales.
Flaco favor se le hace a un sistema de representatividad como en la monarquía si para defenderlo hemos de hacer alusión a las presuntas virtudes de la persona que ocupa el cargo. El motivo fundamental lo estamos viendo en los últimos meses: qué pasará cuando, antes o después, aparezcan casos que nos hacen dudar de la integridad de la familia real. Si ser un buen monarca es la gran baza en favor de la monarquía, revelarse como un “mal monarca” podría convertirse en el principal argumento en contra de la misma. El problema de fondo tiene que ver directamente con teoría política y se puede plantear así: ¿Se puede justificar un sistema político en función de las personas que van a asumir el poder o, por el contrario, los sistemas políticos deben legitimarse en función de valores o normas racionales? Un sistema vale o no vale, pero no se puede aceptar en función de que lo vayamos a “rellenar” con fulatino o menganito. Y esta debe ser la cuestión precisamente en el debate entre monarquía y república. Algo que debería recordarnos, en cierta manera, aquella clasificación de Max Weber sobre la autoridad y la legitimidad del poder: tradicional, carismática y legal racional. Aparece entonces un contraste en el debate: a las puertas del siglo XXI España optó por un sistema legal racional en lo tocante al poder legislativo y ejecutivo, y por una legitimidad tradicional para las tareas representativas del estado.
Si la democracia tiene legitimidad es precisamente por el proceso que respalda la toma de decisiones. Elecciones, formación de parlamento, formación de gobierno. Votación de las diferentes propuestas legislativas. Hasta aquí todo parece claro. Y no son pocos los ciudadanos que asumen esto: incluso aunque gobierne un partido que hayamos votado, incluso aunque afloren casos de corrupción política, o incluso aunque tengamos la sensación de que la clase política ha dejado de representar al pueblo, el poder de la democracia reside en las elecciones. No existe un proceso similar de legitimación en el caso de la monarquía. Tanto es así, que ahora podríamos estar viviendo un periodo muy particular: tenemos un sistema legal racional que, ocupado por personas que no logran conectar con la sociedad, parece perder legitimidad. A la vez, el sistema tradicional, basado principalmente en que “siempre ha sido así”, parece que empieza a resquebrajarse. Si tenemos esto en cuenta, parece que la pretensión de Weber de fundamentar el poder en normas no es tan efectiva si dichas normas terminan aupando a los puestos de responsabilidad a quienes no están a la altura del puesto que ocupan. Así, de este batiburrillo de ideas, me surgen varias preguntas: ¿Es preferible un sistema tradicional ocupado por una “buena familia” que un sistema legal racional? ¿Viviríamos “a gusto” con una dictadura, por poner un ejemplo, ocupada por un “buen tirano” que dirigiera la sociedad en la dirección correcta? ¿Es el sistema legal racional tan fiable como pensamos? ¿A qué otro sistema podemos acudir si este se resquebraja? ¿Valen los sistemas políticos por las instituciones que crean, por su legitimidad popular, o son las personas que ocupan los cargos las que dan valor al sistema? Con todas estas preguntas, se podría decir algo similar a lo que decía Platón de la belleza: el poder es difícil.