Mejor actriz/actor, mejor director, mejor película. Ya se ha convertido en una costumbre, uno más de los eventos del año. La parafernalia de la mayor industria cinematográfica del mundo (con permiso de Bollywood, según se dice). Y como cualquier otro asunto, las preguntas de índole filosófico pueden terminar apareciendo. Algunas de ellas me asaltan prácticamente cada año, así que en esta edición me decido a compartirlas. Me centraré en dos de ellas: valor cinematográfico de los actores/personajes y el olvido de la comedia. Sobre la primera algo se ha dicho por aquí ya antes y se resume en un par de preguntas: ¿Qué vale más el actor o el personaje? ¿Tiene mérito interpretar personajes que más o menos encajan con la forma de ser, vivir o pensar, del actor? En más de una ocasión, si nos fijamos en los galardonados, nos encontramos con que han dado voz a algunos personajes que después han pasado a la historia del cine, perfiles humanos que destacan ya por su valor histórico, o por sus características personales. No se sabe muy bien si el premio recae entonces en el actor, o en ese personaje que en realidad hubieran podido interpretar muchos, y que por su proyección artística o cultural merecería ya de por sí un reconocimiento. Dónde queda el trabajo del actor y dónde el valor del personaje.
Esto nos lleva directamente a cuestionar el valor de ciertas actuaciones, especialmente en el caso de que haya una total coincidencia entre el personaje y la persona que lo interpreta. No hay que asombrarse de que en su día Eastwood bordara el papel de Harry el sucio, viéndole hablar a una silla vacía del modo en que lo hizo hace unos meses. También resultan cuestionables otros papeles célebres y premiados, en los que parece que el mérito fundamental está en que una superestrella del cine aparezca ante la pantalla como una persona normal. El gran esfuerzo dramático consiste en parecerse a cualquiera, ser como tú o yo. Hacer de ser humano. O más aún: cuántas ocasiones la sensación ha sido ver “lo fea” que salía tal o cual actriz en la película que le dio el oscar. Si todo esto requiere o no grandes dosis de interpretación es ya otro cantar. Representa, en cierta manera, el éxito de lo grotesco, la atracción de la destrucción. Las historias parecen serlo mucho más si tienen una buena parte de lágrimas, tristeza o violencia.
Dramas, suspenses y tragedias. Estos son los grandes caballos ganadores del cine. Parece que haya una tendencia a despreciar la comedia, a considerarla como un género menor. Algo que seguramente viene ya de lejos y no es exclusivo del cine: en el teatro los autores de comedia parecen ser casi siempre menos importantes que aquellos capaces de escribir tragedia o drama. Esa absurda distinción entre “lo serio” y “lo cómico” que tantas veces se logra derribar está instalada en el imaginario colectivo. Las risas no ganan premios o no parecen poder hacerlo. Recaudarán en taquilla, tendrán un gran apoyo popular, pero parecen alejadas del concepto del arte. Riendo pasa uno el rato. Cuando deja de reirse es el momento para el cine de verdad, el que plantea una historia que te hace pensar o que te descubre aspectos del ser humano que te habían pasado desapercibidos. Incluso desde teorías del arte de inspiración marxista se tacha la comedia como un mero “entretenimiento”. Gran error el del marxismo y no menos grande el del gusto de los académicos: en sus preferencias por lo que consideran “artístico” no sólo parecen negar dicho valor a la risa, sino que olvidan o ignoran que detrás de algunas comedias hay tanta o más crítica social, historia profunda y belleza estética que en las películas pretenciosas que terminan llenándose de premios en los certámenes internacionales.