Una de las frases más citadas de Schopenhauer afirma que el dinero es la felicidad en abstracto. No le falta razón al alemán: por su función dentro del sistema económico, el dinero no vale nada, pero puede valerlo todo. Por eso suele ser una de las cosas más apreciadas y valoradas. Lo hemos oido miles de veces: el dinero no da la felicidad, pero ayuda. Así que no es infrecuente que cuando el tema se aborda en cualquiera de las clases de secundaria o bachillerato, la respuesta sea casi unánime: cuanto más dinero, mejor. No solemos tener la percepción de que tener demasiado pueda ser un problema. Más bien al revés: se trata de algo que nunca está de más, y que precisamente por ser “abstracto”, podemos concretar después del modo que consideremos más adecuado. Y este es precisamente uno de los mayores problemas del dinero: se trata de una propiedad que hay después que “concretar”, y es aquí donde aparecen los problemas. No sólo, por cierto, de orden moral. Nos vemos obligados entonces a replantear la conexión que hay entre ambos conceptos.
El mayor problema del dinero no es este como tal, sino la cultura que es preciso atesorar para saber gastarlo. “Cultura” no ha de entenderse aquí como formación académica, sino más bien como sentido común, como prudencia o incluso humanidad. De nada sirve tener la cuenta corriente llena de ceros, si luego todo ese dinero, que no deja de ser más que un medio, no es empleado correcto. Si el dinero da la felicidad es por algo previo, mucho más importante: porque la persona que lo tiene sabe determinar cuáles son los fines que merecen la pena. En qué gastarlo. Y en este sentido, podría ser incluso preferible tener el suficiente, pero no demasiado: parece que si no andamos muy sobrados, lo emplearemos en las necesidades más perentorias: comida, bebida, salud, atuendo, vivienda, etc. Y es precisamente la abundancia la que termina planteando problemas: es ahí cuando terminamos retratándonos como personas, y cuando aparecen posibilidades que hasta hace bien poco nos hubieran parecido inaceptables. A quién se le ocurre gastar un dineral en no sé qué coche, dicen algunos de los que lo terminan comprando si se les presenta la ocasión.
La felicidad en abstracto. Este es el problema, la abstracción. El dinero nos dará la felicidad si contamos con una reflexión previa alrededor de lo que es la felicidad en concreto, siendo capaces de identificar hábitos, actividades, personas, relaciones o cosas que pueden contribuir a alcanzarla. Sin olvidar esa idea que acompaña a la palabra que acuñaron los griegos: la felicidad consiste en tener un “buen espíritu” que nos acompaña, que hoy no sería entendible como una especie de presencia sobrenatural o algo parecido, sino más bien como el entusiasmo y el buen ánimo al afrontar las diversas circuntancias de la vida. Algo que se tiene o no se tiene, y que quizás sea mucho más importante que el dinero. La persona “animada” puede ser feliz con poco, mientras que aquel que carece de este “daimon” (quizás el que carece de la cultura imprescindible que señalaba al principio) jamás será feliz, por mucho que amontone grandes caudales de dinero. Y podríamos entrar entonces en otra discusión a mayores: preguntarnos hasta qué punto nos ayuda el dinero a encontrar este “buen espíritu”, o si puede llegar incluso a convertirse en un obstáculo. Ya se ve: es un tema delicado eso de que la felicidad sea la felicidad en abstracto.