Si hubiera que crear un grupo de filósofos malditos, uno de los nombres que aparecería en todas las quinielas sería, seguramente, Nicolás Maquiavelo. El rechazo que despierta se percibe incluso en las aulas: cuando se le va a explicar hay ya, de partida, una concepción negativa de su pensamiento. El daño de los tópicos: no ha habido ninguno tan dañino y perjudicial para un filósofo como esa frase de “el fin justifica los medios”, que se le cuelga al florentino como una condena, pese a que no aparezca formulada en ninguno de sus libros. Los alumnos, que en otros autores andan totalmente desorientados, tienen fichado ya al italiano y le asocian la coletilla dichosa. El asunto cambia cuando se avanza en la explicación. Cuando se toma conciencia, de la delicada situación de Florencia en la época en la que vivió Maquiavelo. De la permanente amenaza que suponían Francia y España, y del auge de otras repúblicas cercanas que servía al autor de El príncipe de motivación incesante para desarrollar sus ideas políticas. O cuando se comenta por encima la situación política nacional e internacional y se va tomando conciencia de la cantidad de ejemplos que hay que dan la razón a Maquiavelo. Basta una condición para comprender a fondo su filosofía: superar el rechazo inicial a identificar la política como un asunto de poder.
Decir que el objetivo del gobernante ha de ser mantenerse en el poder es tanto como defender que a la sociedad le conviene un gobierno estable. Especialmente en situaciones de crisis o en las difíciles épocas de formación de un nuevo estado. Es aquí donde radica el error: la política de Maquiavelo no es la de los corruptos que buscan su enriquecimiento personal, sino la del buen gobernante que no destaca precisamente por su generosidad y caridad, sino por la astucia, por la capacidad de reacción, por la confianza que genera en la sociedad. No se trata, ni mucho menos, de una especie de poltronismo político: lo que está defendiendo Maquiavelo en todo momento es el desarrollo y el crecimiento del estado, que ha de ir indisolublemente ligado a un buen gobierno: eficaz en lo político, y lo económico, pero quizás no siempre todo lo ético que hubieran pensado autores clásicos. Y es aquí donde se me ocurre un simil futbolístico: el extraño caso de Alex Ferguson en el Manchester United. No soy mucho de estadísticas, pero no sé si hay algún otro entrenador en el mundo que lleve 27 años en el mismo equipo. Ferguson es, según he oido alguna vez por ahí, una de las estrellas del equipo. Un incuestionable. ¿Se puede establecer la comparación entonces entre el fútbol y la política?
Vayamos a lo futbolístico: no me creo que en el apartado técnico Ferguson sea el mejor del mundo. Ni tampoco que haya habido momentos en los que quizás el equipo hubiera necesitado otro entrenador. Sin embargo, ha sabido mantenerse ahí. Y no creo que haya nadie tan ingenuo como para pensar que un entrenador permanece al frente de un equipo de primera linea mundial sólo poniendo en práctica las buenas artes que nos podría recomendar la ética. Viendo a Ferguson es difícil no imaginar al zorro del que habla Maquiavelo en El príncipe. Prácticamente podemos sentir el respeto que tiene que infundir en sus jugadores: no le odian, ni le desprecian, pero le temen. Manda en el campo tanto o más que el mejor del equipo. Es el auténtico capitán fuera del terreno de juego. ¿No son todas estas las virtudes del buen gobernante que aparecen en Maquiavelo? Lo incomprensible es que todo el mundo alabe a Ferguson y sea reconocido como uno de los mejores entrenadores de todo el mundo, pero nadie sería capaz de hacer lo mismo en el terreno político. Puede que el mensaje de Maquiavelo no sea tan maquiavélico como nos lo ha querido presentar la tradición: el buen gobernante mira por el bien de su estado, de la misma forma que el buen entrenador mira por el bien de su equipo. Otra cuestión a discutir sería por qué nos cuesta tanto encontrar a los Ferguson de la política, gentes capaces de mantenerse en su cargo durante más de veinte año porque las personas que dirigen respetan y valoran su labor.