Estamos muy acostumbrados a definirnos como una sociedad científica. Tendemos, consciente o inconscientemente, a identificar ciencia con verdad y aspiramos a encontrar en la ciencia una guía o una orientación para todo lo que hacemos. El “estudio científico” lo ha invadido todo. Queremos que la decisión sobre la prohibición de los toros tenga en cuenta la aportación de la ciencia, y también le otorgamos un peso nada despreciable incluso en decisiones morales. Hacemos ciencia absolutamente de todo: la educación no lo es menos que la sociedad o la cultura. Ahora que el debate sobre el matrimonio homosexual están planteándose en Francia, se buscan investigaciones que establezcan cuáles pueden ser las consecuencias psicológicas en el caso de la adopción. Hoy se nos enseña que nuestros sentimientos se explican gracias a la ciencia, que se ha trastocado casi en religión al adueñarse de algo tan característicamente humano como la esperanza. Quizás aquella vieja pregunta kantiana (¿Qué me cabe esperar?) sería hoy propia de la ciencia y no de la religión. Las expectativas razonables de nuestra vida vienen marcadas por disciplinas como la medicina o la propia tecnología: Hawkings nos dice, por ejemplo, que no es razonable esperar una vida después de la muerte, pero sí lo es una vida humana que continúe en planetas bien distintos a este que estamos destrozando.
En las antípodas de todo lo expuesto, asombra ver la gran desconfianza que se destila hacia la propia ciencia en la sociedad actual. Quizás porque estemos más cerca de ser una sociedad escéptica o descreída que científica. He aquí lo curioso del caso: de una forma más marcada, la ciencia despierta inquietud, cuando no repulsión. Su asociación con intereses y valores ajenos a los del progreso del conocimiento o de las formas de vivir de la humanidad es la responsable de este tipo de contrastes. Comencemos con un ejemplo sencillo: las energías renovables. La confrontación de posturas que las rodean no está solo en la gente de a pie: los propios expertos no son capaces de ponerse de acuerdo. Abundan las referencias a informes que respaldan su viabilidad y rentabilidad ecológica y económica, informes que son tan científicos como los que afirman lo contrario. Para terminar de enturbiar el asunto, las subvenciones que han recibido este tipo de energías por parte del poder político despiertan aplausos y reproches, que terminan dejando espacio para diversas teorías conspirativas. Argumentarios que se despliegan una y otra vez, y que nos valdrían de igual modo para otros muchos ámbitos científicos: desde los genéricos a la homeopatía, pasando por el reciclaje o problemas ecológicos de calado.
A estas alturas, quien haya llegado hasta aquí estará pensando que estas confrontaciones y confusiones se deben más a la recepción social de la ciencia que al propio hacer científico. Craso error: pretender separar la ciencia de la sociedad que la crea no es más que una idealización. El científico que obtendrá el premio Nobel en su área a finales de este año, tiene que pasar necesariamente por ciertos trámites: sociales, económicos, políticos. Y sin estos pasos previos, no hay investigación que valga. No existe la ciencia, así, en el vacío, sino que esta ocupa un lugar más en la historia, rodeada de un cúmulo de circunstancias que afectan de una forma innegable a su desarrollo. Por eso, afirmaciones como la que presentaba al incio deben ser siempre matizadas y explicadas: es rotundamente falso que vivamos en una sociedad científica, si por esto entendemos una sociedad en la que la ciencia, al margen de cualquier otra influencia, nos proporciona una verdad pura, incuestionable y duradera. Vivimos en una sociedad en la que hemos logrado un conocimiento que aplicado a ciertas áreas de la realidad sirve a otros intereses, como los políticos o los económicos, para legitimarse o para fundamentar una determinada postura. La vieja aspiración positivista, de alcanzar una sociedad que sustituya los mitos y la metafísica por el pensamiento científico, está lejos de alcanzarse: hoy en día la ciencia es una herramienta más al servicio de mitos, metafísicas y metarrelatos. Y lo que puede ser aún peor: en ocasiones termina convertida en un mito, una metafísica y un metarrelato. Por eso sigue teniendo sentido que desde otras áreas, como puede ser la misma filosofía, se siga planteando con sentido crítico la pregunta por la verdad. De otra manera, ni siquiera podríamos reflexionar sobre cómo se usa la ciencia para intereses ajenos a la misma.