Hablamos estos días en clase de Nietzsche, y nos adentramos en él a través de El nacimiento de la tragedia, que representa a la vez una crítica al arte y a la cultura occidental. Salía a colación la cuestión de la conexión que ha de existir entre el arte y la vida. Queda muy lejos ya la tragedia dionisíaca que reivindica Nietzsche en su obra. Más aún: los intentos vanguardistas de recuperar la participación del espectador como uno más de los personajes de la obra han quedado reducidos al escándalo efímero o el toque originalidad del personaje escondido entre el público. En las artes figurativas no está la cosa mucho mejor: el arte cultual se estudia como una reliquia del pasado que ha perdido ya su valor. Da igual contemplar las máscaras africanas que inspiraron a Picasso en el desarrollo del cubismo o las mutiladas esculturas que nos han llegado de los griegos: son obras de arte y este concepto, hoy, ha perdido prácticamente cualquier tipo de relación con la vida. De manera que podemos afirmar que al igual que el pensamiento de Nietzsche ha ejercido una importante influencia en muchos ámbitos de la cultura y de la historia reciente, es este un espacio en el que apenas ha logrado hacerse presente. El arte sigue siendo “solo” arte, un objeto de contemplación. Y quizás sean los museos, aquellos que pretenden precisamente conservarlo, los que más ahogan este sentido vital del arte. Veamos por qué.
La actitud con la que cualquier ser humano entra a un museo es precisamente especulativa. Vamos al museo a ver, a dejarnos empapar incluso por la obra. Pero estos templos modernos cuentan con la peculiaridad de estar separados de la vida, que se juega en las calles, las plazas, el lugar de trabajo, la escuela o el parque. Estos no son ya hoy espacios para el arte, a excepción de iniciativas puntuales como las de sacar ciertas esculturas a la calle. Movidas, por cierto, más por intereses estéticos (a menudo por las dimensiones de la propia obra) que por otros que pudieran estar más cercanos a la filosofía de Nietzsche. De manera que, en su intención de crear un espacio privilegiado para la contemplación estética, el museo mata la obra de arte, no sólo porque la descontextualiza, sino porque la desvincula del que bien podría ser su lugar más adecuado: la propia vida. Un proceso que quizás venga impulsado también por la mercantilización de la obra de arte: cuando se convierte en objeto de compra y venta, la obra pierde buena parte de su efectividad. La sociedad, el visitante del museo, percibe así que la vida tiene unas reglas que nada tienen que ver con el mundo artístico, cuya capacidad de interferir en las mismas es prácticamente nulo.
El museo mata el arte conservándolo. Quizás fuera mejor darle vida asumiendo su carácter efímero, quién sabe. Nietzsche no dudaría en asignar a los artistas una función que quizás ha caido en el olvido: crear la realidad. Y no hay forma de crear nada si la obra se recluye en el museo, en un local más o menos accesible en el que los receptores de la obra de alguna forma dan por hecho que lo que van a ver allí no es real en el mismo sentido que lo es todo lo que hay fuera. Bien se podría inferir a partir de la concepción nietzscheana del arte: algo funciona mal en el mundo del arte si tiene más efectividad y más consecuencias en la vida de las personas un semáforo o un reloj de muñeca que una obra de arte. Vivimos en una sociedad que ha intelectualizado y mercantilizado el arte y la estética. Dando tanto valor a la oabra de arte y al artista los hemos dejado totalmente desarmados. Podrán disputarse los primeros puestos en la lista de las obras más caras de los artistas vivos, pero jamás podrán aspirar al que siempre fue para Nietzsche la meta última del arte: ampliar el mundo. Es curioso que esa posmodernidad que tanto se suele ligar al autor alemán no ha explotado aún en el mundo del arte. Si las consecuencias de conceptos como el superhombre, el eterno retorno, la voluntad de poder o la muerte de Dios son más que notables, no se aprecia apenas su propuesta de estetizar la vida. La razón: el mercado, la historia y el valor de la cultura mandan. La pregunta pendiente: quizás es preferible que sea así.