Discutíamos estos días en clase las ideas de Horkheimer en uno de sus textos clásicos, Autoridad y familia. En opinión uno de los mayores logros del nazismo consistía en haberse instalado en el núcleo de la sociedad, que en su opinión es la familia. Nos acercamos a la sociedad totalitaria cuando en las propias familias las relaciones se basan en las jerarquías, la disciplina y la autoridad. Implícitamente, está atribuyendo también Horkheimer a la familia una capacidad crítica y transformadora de la sociedad, aspecto que se suele pasar por alto dentro del pensamiento marxista que tanto inspiró al frankfurtiano. Sea como fuere, intentábamos analizar en clase si estas ideas podrían tener algo de vigencia hoy, que tan lejanos nos encontramos, al menos temporalmente, del nazismo. La cuestión a discutir no puede ser ya si los patrones de comportamiento dentro de la familia se ajustan o no a esta ideología totalitaria, sino más bien si existe una ideología dominante que de una forma u otra haya penetrado en la vida cotidiana de la gente hasta instalarse en la médula de la sociedad, en sus unidades más simples que en cierta forma contribuyen a configurar la sociedad del mañana. A poco que se piense, la respuesta no puede ser más que afirmativa.
¿Cuál es entonces esta ideología dominante que lo impregna todo? Tratando de actualizar las ideas de Horkheimer en clase se apuntaba hacia el consumismo como forma de vida. Comprar por comprar y convertir el consumo en una de las actividades específicamente humanas. Salían algunos ejemplos que no son nada difíciles de imaginar: desde el hecho de que “ir de compras” se haya convertido en una más de las formas de ocio hasta que las pautas de consumo de los propios padres, que en teoría deberían ser modelos en aquello que predican pero que en la práctica terminan cayendo en aquello del “comprar por comprar” y en la satisfacción de esos deseos que ya desde Epicuro solían calificarse como “no naturales y no necesarios”. Educar en lo que podríamos llamar consumo responsable o consumo ético es una tarea ardua, puesto que afecta de una forma determinante a nuestra forma de vida. Más aún: sin quererlo, no son pocas las familias que enseñan a sus hijos a buscar siempre una recompensa material como recompensa a lo que hacen, trastocando el orden de las motivaciones: si apruebas te compramos tal o cual cosa. Estrategia que no sólo desprecia el conocimiento sino que también le pone un precio al esfuerzo.
Qué hacemos al ir al supermercado, al cambiar de coche o al renovar el armario (igual da el fondo que la superficie). Unos más cotidianos que otros, pero todos relacionados con la palabra clave: consumo. Una actividad que nos pone en relación con la naturaleza, no olvidemos que en último término todo consumo lo es también de recursos naturales, pero también con el resto de la sociedad, en tanto que aquello que compramos y vendemos es siempre fruto de un proceso productivo y afecta a las posibilidades de consumo, por no decir posibilidades de vida, del resto. Las resonancias éticas son menores en comparación con las educativas ya que el comportamiento de los adultos en el mercado es el virus que inocula la ideología en los más pequeños. El triunfo del consumismo como uno de los pilares más fuertes del capitalismo anida así también en la propia familia, tal y como detectara Horkheimer respecto al nazismo hace décadas. No parece descabellado en consecuencia convertir en objeto de reflexión un tema al que la filosofía apenas ha prestado atención: la familia y su función dentro de la economía, la sociedad y la cultura. Quizás nos diéramos cuenta de que es un tema mucho más importante de lo que se pueda pensar a primera vista. En los tiempos del nazismo, como hoy, transmisora de ideología.