Estamos estos días adentrándonos en clase de psicología en el escabroso y siempre difícil mundo de la enfermedad mental. La primera tarea: acotar el término. Y en eso andábamos cuando por los azares de la conversación propia de la clase, terminábamos hablando de la psicología clínica o de la psiquiatría como actividades bien diferentes a las del resto de ramas de la medicina. Con la salvedad, por supuesto, de que la psicología no es, en nuestros días, una parte de la medicina sino una disciplina autónoma e independiente. La cuestión es que no podemos evitar cierta reacción a la psicología, por no hablar de la psiquiatría: si una tarde, tomándose un café, un amigo le cuenta a otro que ha estado en la consulta de un psicólogo se activan ciertas alarmas en el interlocutor que no se activarían en ningún caso si la visita se hubiera realizado a un dentista. Claro, se podrá decir, porque no tiene nada que ver tener un problema en los dientes con “estar mal de la cabeza”. Una forma como cualquier otra no sólo de perpetuar ciertos mitos y supersticiones sobre la enfermedad, sino de poner más obstáculos a la normalización de la psicología como uno más de los lugares a los que acudir en caso de necesidad.
¿Cuál es el motivo de este “rechazo social” a la enfermedad que deriva en el psicólogo o en el psiquiatra? No creo que pueda aludirse a la “gravedad” de la enfermedad. La visita al psicólogo no despierta la compasión o la empatía de otras dsciplinas como la oncología. Más bien habría que hablar de distanciamiento, ya que difícilmente se puede compartir algo, tendemos a pensar, con quien empieza a tener problemas con sus emociones, su autoestima, o su manera de enfocar la vida. Como si se pensara que algo no funciona bien, no en alguna parte de nuestro cuerpo, sino en nosotros mismos. Es una marca cotidiana de un cierto renacer del dualismo antropológico, tan desterrado de la filosofía y la propia psicología desde hace ya décadas. Es el propio “yo” el que está en juego cuando acudimos a una consulta aquejados de una depresión, de anorexia o de un trastorno de hiperactividad. Algo que va más allá del dolor físico: bien puede ocurrir que quien acuda al psicólogo no sienta dolor alguno, pero sea incapaz de continuar con su vida en los términos en que se ha venido desarrollando hasta entonces. Siendo más graves otras muchas enfermedades, nuestra intuición clasifica las mentales como de una categoría especial.
Si la explicación no está solo en el tipo de enfermedad o en su gravedad quizás tengamos que mirar a la sociedad. Algo que saben muy bien los propios psicólogos y los psiquiatras: existen criterios sociales que son necesarios para el diagnóstico de algunas enfermedades. De manera que la sociedad, con sus mecanismos de normalización, crea la enfermedad y a la vez estimula la repulsa hacia la misma: una más de las muchas paradojas que caracterizan nuestra civilización. Aquellos que no encajan con el resto se ven obligados a buscar la ayuda de especialistas, pero luego el “gran grupo” se lleva las manos a la cabeza, preguntándose qué le ha podido ocurrir al enfermo para tener que ir a consulta, por lo que eso de “mirar raro” es lo menos que puede recibir el paciente si cuenta por ahí sus dolencias. Difícil de comprender, puesto que en algunos casos los síntomas van asociados directamente a formas de vida tan actuales como insanas: presión por encontrar un puesto de trabajo, objetivos de “éxito” inalcanzables, formas de vida destructuvas… Y mientras nos dedicamos a repetir el patrón y extenderlo nos alarmamos de que haya quien requiere de atención psicológica. La sociedad enfermiza que repudia a sus componentes enfermos: o cambiamos nuestra manera de vivir, o aceptamos que la gente acuda al psicológo. Pero mantener ambas variables bien puede calificarse de un trastorno social grave.