Los conflictos diplomáticos pueden resolverse de muchas maneras: a tiros, negociando, o con imaginación. Argo nos pone un ejemplo de esto último. Pero esta película es más que una simple “americanada”. Es más, sabemos que la manera de presentar los hechos puede estar un poco dulcificada, y buenso conocedores de Irán como Rafael Robles ya nos han dado pistas sobre el asunto. No es difícil imaginar que la historia real no fuera exactamente tal y como se cuenta en la película. No estamos ante cine histórico, aunque es más que posible que en el espectador norteamericano la película pueda despertar un cierto patriotismo desnochado. A mi entender, Argo habla de dos cosas: de ficciones y de cine. De cómo las ficciones son reales, tan reales que pueden cambiar las cosas, ser determinantes a la hora de que la realidad tome un rumbo u otro. El ser humano, creador de realidades: podemos transformar a diplomáticos y funcionarios en actores y personal técnico de una película. El teatro y el cine nos recuerdan que podemos dejar de ser quienes somos, transformarnos y revestirnos de nuevas identidades. No hemos de olvidar que el arte, aquí, no hace más que apuntar una de las posibilidades de la vida humana, de este teatro del mundo o, si queremos, de esta película del mundo, en la que cada cual representa un papel, que bien puede cambiarse en función de las circunstancias y necesidades.
Pero Argo es también, de un modo latente, una película sobre las películas, sobre el hacer cine. Deja retazos de un mundo que se nos presenta caracterizado por la belleza, el entretenimiento, la majestuosidad, pero que en realidad esconde tras de sí un fondo de miseria moral, de envidias y recelos, de zancadillas y juegos de poder. Sacar adelante una película que jamás se llegará a filmar: incluso para esto hay que mantener complejas reuniones, superar revisiones y burocracias, invertir una suma nada despreciable de dinero. Hollywood es la fábrica de los sueños, pero si nos fiamos de lo que apunta Argo es en realidad una auténtica pesadilla. Valga aquí el análisis nietzscheano: las cosas nunca son lo que parecen. Debajo de la alfombra roja hay algo que se está pudriendo, y quien desfila por ella tiene que mantener un difícil equilibrio. Este tipo de enfoque nos deja jugar con las palabras: Argo es una película en la que la ficción logra cambiar la realidad, a la vez que se nos muestra la repugnante realidad del fantástico mundo de la ficción. Un doble juego de conceptos que está bailando permanentemente durante toda la película, que nos recuerda sin cesar que las apariencias engañan.
Recopilando todo lo dicho, Argo juega a dos bandas: la complacencia y el triunfo propio de los americanos se mezcla con la crítica al mundo al que pertenece. La película que critica cómo se hacen las películas, que apunta las debilidades de una industria que pretende simbolizar como ninguna otra una serie de valores alejados de la realidad. Quien sabe si puede ser esta también la lectura adecuada en lo que toca a la propia película: si aplicamos la “tesis Argo” a Argo, puede que descubramos que tampoco en sus intervenciones internacionales sea E.E.U.U. tan de película como quiere mostrar la película. Incluiría entonces una lectura nada patriótica para un espectador dispuesto a darle vueltas al asunto: al final, el tono crítico terminaría invadiéndolo todo. Lo que has visto, se nos vendría a decir, no deja de ser una película. Una forma de “embellecer” y adornar unos hechos históricos que bien podrían resltar vergonzantes si se conocieran en profundidad. Así es E.E.U.U: hace películas para reparar conflictos, pero también para contarse la historia. Para reinventarse a sí mismo y su pasado, y para esconder errores, meteduras de pata y miserias propias. Un país de película, en todos los sentidos de la palabra. Quizás sea este el mensaje de la gran triunfadora de los últimos Óscar. Una posibilidad nada disparatada y muy sugerente si queremos buscarle dobles significados a Argo.