Hace tan solo unos días, me tocó en la cola del supermercado detrás de un señor de pelo blanco, bastón en mano y grandes gafas. Según iba a pagar su compra la cajera le preguntó por su estado de salud. Y añadió aquello de: “ya me gustaría llegar así a su edad”. Los presentes no tardamos en saber que aquel hombre tenía 103 años. Incluso nos dio las claves para lograr una vida longeva. Defendía el señor, a partir de su experiencia, el “poquismo”: dormir poco y comer poco. En la contrabalanza un solo mucho: recordar mucho, esforzarse por retener en la memoria la mayor cantidad de información posible. No estaba yo muy seguro de que ese estoicismo popular que destilaba la conversación fuera la garantía de una vida sana. Cuantos habrá, pensaba, que hayan vivido según esos preceptos y ni siquiera hayan logrado alcanzar la vejez. Y es que hay en la salud, como en tantos otros ámbitos de la vida, un componente de azar, un factor que se escapa del control humano y que no podemos determinar. Hay quien vive sano y muere joven. Y también conocemos a quien vive insano durante largos años. Azares de la genética y la naturaleza. ¿Ocurrirá acaso lo mismo con la felicidad?
Los griegos utilizaban una palabra para referirse a la felicidad: “eudaimonia”. Tener un buen daimon, tener un buen espíritu diríamos hoy. Agarrándonos a este etimología se hace difícil escribir largos compendios de ética. O se tiene o no se tiene. O has sido “tocado” por los dioses y vives acompañado de ese duende, o por mucho que quieras y hagas el duende conseguirá escapar una y otra vez de tus manos. La idea puede parecer desesperante, pero no por ello resulta falsa. Repasemos mentalmente esa manida fórmula de la felicidad: salud, dinero y amor. ¿No es acaso la salud el producto de un azaroso tejido de genes? Por las mismas, el dinero va y viene y en los últimos años hemos podido ver cómo quienes creían estar seguros de poseerlo lo han perdido. ¿Qué decir del amor? ¿Existe alguna forma de asegurarse el encontrarlo y lograr que perdure, que sea una de esas características que nos hacen “felices”? Se hace difícil pensar de esta manera. Así que cabe la tentación de dejarse llevar del azar, pensar que la felicidad personal no depende de uno mismo, sino de las vicisitudes de la vida.
Existe, por supuesto, una versión moderna de esta idea griega y bien podría venir dada por la genética. Sabemos que la combinación de genes es totalmente azarosa, y que ésta puede llegar a determinar incluso ciertos rasgos de la personalidad. ¿Cómo dar entonces recetas felicitantes y consejos de tipo ético a quien no se haya visto agraciado por los genes? ¿Cómo guiar hacia la contención y el “poquismo” a quien genéticamente está programado para el exceso? Como decía antes, la perspectiva es un tanto desconsoladora: nada quedaría a nuestra mano para alcanzar la felicidad. Por un lado nos evadimos de responsabilidad alguna, siempre cabe la consolación de que “no nos ha tocado” ser felices. Pero por otro lado quedaría ese poso de amargura e insatisfacción, ese interrogante abierto de si realmente hicimos todo lo que pudimos (si es que se puede hacer más de lo que nuestros genes ordenan). Puede que en esta, como en tantas otras cuestiones, el camino del medio sea preferible: hemos de intentarlo todo, de poner todo lo que esté de nuestra parte, y confiar luego en que ese caprichoso espíritu tenga a bien acompañarnos durante un buen trecho de la vida. A ver si resulta que el fantasmilla de la felicidad se va a ir ahora con cualquiera: hemos de ganarnos su amistad. Siguen, de cualquier modo, las preguntas abiertas: ¿Somos responsables de nuestra propia felicidad? ¿Es esta un producto del azar?