Los mal llamados presocráticos son filósofos bien peculiares. Por las ideas que defendieron, pero también por las leyendas que suelen acompañarles. Una de las más conocidas es la que le ocurrió a Tales de Mileto, que debía ser un tipo bastante inteligente ya que su nombre aparece en esa lista que circulan por ahí bajo el impresionantes título de “los siete sabios de Grecia”. Si nos fiamos de la tradición, andaba un día por ahí, de paseo, el bueno de Tales, observando algún detalle del cielo. Distraído en sus cosas, encerrado en abstrusos razonamientos. Hasta que la realidad le despertó de la ensoñación intelectual: no se dio cuenta de que tenía pozo ante sí, y como no podía ser de otra manera se llevó un buen costalazo. Una esclava tracia, que pasaba por allí, no pudo evitar soltar una buena carcajada, y reirse del pobre Tales. Importa bien poco si esto ocurrió realmente o no. Lo sustancial es que recoge algunas actitudes que después se han convertido en tópicos de la actividad científica. El primero de ellos: la distracción del científico. Y luego el segundo: la distancia que existe entre una sociedad que se beneficia de la actividad científica, pero que no es capaz de reconocerla.
Si damos un largo salto en la historia nos encontramos con una situación no muy distinta. Los Tales de Mileto de nuestros días malviven en laboratorios, institutos de investigación y departamentos universitarios. Algunos con sueldos de becarios, otros con algo más de comodidad y la gran mayoría de ellos amenazados por la precariedad. El papel de la esclava tracia es representado, con ciertos matices, por la clase política: los duros recortes en investigación y desarrollo están echando de nuestro país a aquellos que mejor se han formado a lo largo de los años. No hace mucho podíamos leer una carta de despedida de una de las víctimas de estos recortes. En los diarios se puede leer la agonía del CSIC. Los institutos de investigación especializados en tal o cual enfermedad, algunos de ellos implantados con financiación autonómica, se han ido desmantelando poco a poco. La estampida investigadora desola los laboratorios, en los que por una vez reinarán las ratas, alegres por lo que para su bienestar personal puede suponer la imposibilidad de investigar en España.
La política expulsa a la ciencia. Pero no solo queda ahí: la actividad científica no cuenta tampoco con un importante respaldo social. Basta un dato: las movilizaciones sociales por otras causas es significativamente superior a la que ha despertado el varapalo que se ha llevado la ciencia. Habrá quien se preocupe, es indudable, si el cierre afecta a un proyecto de investigación que afecta a la enfermedad que sufre un familiar cercano. Pero nuestra sensibilidad hacia la actividad investigadora no va mucho más allá. No nos damos cuenta de que no es sólo un asunto de salud: afecta a todos los órdenes de la sociedad. También, por cierto, al económico. Hoy la economía da la espalda a la ciencia. Mañana será la ciencia la que dé la espalda a la economía española que una vez más se verá obligada a pasar por caja para aplicar los descubrimientos y avances científicos, algunos de ellos quizás impulsados por estos científicos emigrados. Una vez más ese terrible “que inventen ellos”, una estupidez que cuesta entender ligada a la talla de un pensador como Unamuno. Así le ocurrió también a Tales: humillado por la esclava tracia, no tardó en enriquecerse anticipando una gran cosecha de aceitunas, e invirtiendo su dinero en el alquiler de los molinos en los que después tendrían que exprimir las olivas. La conclusión parece inevitable: nunca en la historia ha gozado la ciencia de un gran reconocimiento político, económico y social. El científico ha de asumir el rechazo como una de las condiciones de su trabajo. Rematemos hoy en plan idealista: el impulso vital de la ciencia no es otro que el amor a la sabiduría en que consiste también la filosofía. Y como amor que es, bien se le podŕian aplicar estas conocidas lineas del banquete:
“Así pues, como hijo de Poro y Penía, el Amor quedó de esta suerte: en primer lugar es siempre pobre y mucho le falta para ser delicado y bello como el vulgo cree; por el contrario, es seco y miserable, y descalzo y sin morada, duerme siempre en el suelo y carece de lecho, se acuesta al aire libre ante las puertas y los caminos, todo ello porque tiene la naturaleza de su madre, compañero siempre de la carencia. Pero, con arreglo a su padre, está siempre al acecho de lo bello y bueno, y es valeroso, resuelto y diligente, temible cazador, que siempre urde alguna trama, y deseoso de comprender y poseedor de recursos, durante toda su vida aspira al saber, es terrible hechicero y mago y sofista; y su modo de ser no es ni “inmortal” ni “mortal”, sino que en el mismo día tan pronto florece y vive -cuando tiene abundancia de recursos- como muere, y de nuevo revive gracias a la naturaleza de su padre, y lo que se procura siempre se le escapa de las manos, de modo que ni Amor carece nunca de recursos ni es rico, y está en medio entre la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es así: de los dioses, ninguno aspira a la sabiduría ni desea ser sabio -pues lo son ya- , y si algún otro hay que sea sabio, ese tal no aspira a la sabiduría; ni tampoco los ignorantes aspiran a la sabiduría ni desean llegar a ser sabios; pues en eso precísamente es lamentable la ignorancia: en, no siendo bello ni bueno ni sensato, parecer a sí mismo que se es todo lo que se tiene que ser. En modo alguno desea el que no cree carecer aquello de lo que no cree carecer. “
P.D: si alguien quiere leer las anécdotas de Tales en boca de Platón y Aristóteles, los textos aparecen recogidos aquí, en una anotación que pronto cumplirá diez años.