Hablábamos de este asunto hace ya algunos años en esta misma bitácora, pero es algo que sale en clase de manera recurrente al menos en estos tiempos en los que todavía se sigue explicando a todos la historia de la filosofía. Me estoy refiriendo a la muerte de Sócrates, que fue en cierta manera una muerte asumida y elegida. No en el sentido de que el filósofo ateniense deseara morir, pero sí porque rechazó escapar incumpliendo la ley, al menos si nos fiamos del testimonio de Platón. Al final, cuando planteamos el tema en clase suelen salir dos valores cruciales para todo ser humano: la vida y las propias ideas. ¿Cuál de los dos vale más? Sócrates estuvo dispuesto a cambiar la primera en favor de las segundas. Entregó su vida por sus ideas, convencido de que la coherencia personal era un valor sin el cual no merecía la pena vivir. En nuestro tiempo, la elección socrática suele interpretarse en las aulas como una estupidez: su contribución a la filosofía hubiera sido aún mayor de haber podido gozar de algunos años más de vida. Él, que decía servir a las leyes, debió escapar de la muerte en favor de otro de los valores que siempre dijo defender: los jóvenes, que hubieran podido aprender muchas más cosas de Sócrates en caso de que este hubiera decidido vivir.
Valemos más vivos e incoherentes o por el contrario aportamos más a la sociedad coherentemente muertos, tranformados en iconos de no sé sabe muy bien qué ideas. Sócrates parecía tenerlo claro: mejor que mueran los seres humanos antes de que lo hagan las ideas. Popper, un filósofo nada sospechoso de ser amigo de las medias tintas, parecía pensar al revés y siempre manifestó que era preferible que murieran las ideas para que no lo hicieran las personas. En estos tiempos nuestros, la actitud socrática no resulta comprensible del todo: fanatismo filosófico, es como la califican algunos de los alumnos. Como si fuera exactamente igual aceptar una injusta sentencia de muerte que llenarse el cuerpo de bombas y hacerlas explotar en un autobús. O si se quiere poner un ejemplo en el que no haya terceros implicados: suicidarse porque se está convencido de que las propias creencias personales nos empujan a ello. Nunca la filosofía tuvo unas consecuencias inmediatas, prácticas y vitales, como en el caso socrático: siempre fue perseguido el pensamiento libre y crítico, pero no es fácil encontrar casos como este en el que voluntariamente se entrega la propia vida a cambio de salvaguardar una serie de ideas.
Más inteligente fue, suele comentarse en clase, la actitud de Galileo. Un ejemplo científico que nos sirve igualmente para ilustrar el tema: juzgado por plantear un nuevo cosmos revolucionario, Galileo fue capaz de retractarse y desdecirse, de reconocer públicamente que estaba equivocado, aunque en privado hubiera dicho totalmente lo contrario. No aporta demasiado al caso si en verdad se atrevió a mascullar aquello de “Y sin embargo se mueve” o no. Lo cierto es que su actuación pública consistió en retractarse. Salvó la vida, se puede pensar. Perdió toda su vida anterior, podría responder Sócrates. Y es aquí donde la actitud socrática puede entenderse incluso como una afirmación de la vida. De su vida en este caso: de haber escapado, habría dejado de ser Sócrates. Recluido en una isla, sin opciones de pasear por su amada Atenas y hablar amistosamente con sus gentes: ¿acaso tiene sentido vivir así para quien ha hecho de la plaza pública su modo de vida? Miremos de nuevo a Galileo: podemos dudar de si logró una buena ganancia al quedar condenado al ostracismo y a una especie de encierro intelectual, sin opciones de volver a crear y compartir nuevas teorías sobre el universo. Entre el integrismo y la autenticidad: preguntarse si merece la pena seguir viviendo renunciando a ser uno mismo o alargar la vida biológica, habiendo perdido para siempre el sentido personal que cada cual le viene dando a la misma. Esta, y no otra es la cuestión socrática.