Aunque la extensión de una educación pública y gratuita sea un fenómeno relativamente reciente en nuestra historia, no lo es tanto la existencia de la enseñanza. Se suele explicar en los temas de antropología que la educación, entendida como transmisión del conocimiento, ha de aparecer necesariamente de la mano de la técnica. De otra forma, nos hubiera sido imposible conservar el fuego, seguir fabricando ruedas o comprender el por qué y el significado de tantas y tantas producciones artísticas y culturales. De manera que una de las relaciones humanas más antiguas es la que hoy llamamos de alumnos-profesor, pero que desde que el hombre es hombre se viene estableciendo entre quienes enseñan y aprenden, independientemente de cómo queramos interpretar este binomio conceptual en el flujo que implica toda experiencia de aprendizaje o de enseñanza. Esto no implica que dicha relación haya ido evolucionando a lo largo del tiempo, hasta lo que es en nuestros días. Sin afán de exagerar: después de la familia y las amistades, y quizás los compañeros de trabajo en algunos casos, una de las relaciones sociales más significativas de la vida de todo ser humano. No en vano pasamos algo menos de un tercio de nuestra vida, aproximadamente, inmersos en nuestra formación personal.
De partida, el tópico más extendido es el de la confrontación. Si nos dejamos llevar por esta concepción del asunto, no hay personaje más odiado durante la adolescencia y juventud que el profesor de turno. Sentimiento que en muchos casos es mutuo: hay profesores que no sienten simpatía alguna hacia sus alumnos. Aquello de la “manía” que suelen esgrimir algunos alumnos encuentra un contrapeso en la balanza, cuando los profesores hablan, por su parte, de que “fulanito me odia, va a reventar mis clases”. Todo tópico genera también su opuesto: nos encontramos con profesores que prácticamente creen ser “amigos” de sus alumnos, y en plan colega están dispuestos a salir de cañas (o lo que se tercie), a intercambiar mensajes por el móvil o incluso a encubrir a los chavales delante de sus padres. Los alumnos, por su parte, tratan de estar a la altura de este “profe que más mola”, aunque alguna vez también le puedan poner en alguna situación comprometida. El profe-ogro y el colega: dos extremos de los que, afortunadamente, no abundan en educación, sino que más bien se tiende al término medio. La dialéctica entre alumnos y profesores se reproduce hoy como hace siglos, con la salvedad de que está ya en vías de universalizarse, si es que algún día se logra que la educación esté garantizada en todos los países del mundo. Por ello, tiene sentido proponer esa vía intermedia, esa superación del ogro y del colega, y sugerir algunas características.
Tres posibles condiciones: ser consciente de los límites, comprensión y respeto hacia la vida que crece. Lo primero de todo: saber hasta dónde podemos llegar. La relación dentro de aula no es personal, pero tampoco distante o anónima. Los profesores tienen nombre y cara para los alumnos y así sucede también con todos y cada uno de ellos para el profesor. Sin embargo, eso no implica que no existan límites: tanto en el fondo como en las formas. Saber determinar cuándo se han rebasado esas fronteras es una de las tareas docentes más importantes, que requieren de varios años de experiencia. Lo mismo que ocurre con la segunda característica: la comprensión de las circunstancias de cada cual. Ni todos los alumnos son iguales, ni se les puede tratar a todos de la misma forma. Las diferencias se notan de alumno a alumno y de grupo a grupo. Y una de las virtudes del profesor tiene que ser, si no la empatía, sí al menos la comprensión hacia los alumnos, de los cuales cabe esperar una actitud similar, dando por hecho que no les van a gustar todos los profesores, y que no cabe el mismo comportamiento con unos que con otros. Llegamos entonces al tercer rasgo que apuntábamos: el respeto hacia la vida que crece. Todo profesor tiene que asumir que jamás volverá a tener quince años, que no volverá a ocupar una silla en un aula de bachillerato. Asumir que las generaciones de alumnos han de pasar por su clase sin que él pertenezca a ellas. Algo que parece de sentido común, pero que, sorprendemente, no siempre se da en las aulas.