Serán cosas de la posmodernidad: llevamos unos meses en los que las instituciones eclesiásticas más conservadoras están alejándose de las posturas que siempre defendieron, mientras que muchos de los anticlericales se ven también empujados hacia posiciones más moderadas. Todo ello promovido por una acción bien concreta: la elección del último papa. Hay un cambio de formas, se dice, que se va filtrando a través de sus declaraciones públicas y de los nombramientos de las diferentes autoridades que tienen influencia en el Vaticano. Algún titular en favor de los pobres por aquí. Alguna afirmación inesperada sobre la homosexualidad y la moral sexual por allá. Y críticas hacia la iglesia institucional que se van diseminando poco a poco. Con esto ha bastado para que se produzca un peculiar fenómeno: que los conservadores, más papistas que el papa, dejen de serlo de puertas a fuera, y que los críticos con “la jerarquía” estén dispuestos a mostrar el más elemental de los respetos por el gran jefe del catolicismo. A buen seguro no es la primera vez en la historia que esto ocurre, pero sí que es cierto que desde hace décadas, si no siglos, no se oían tantas voces de renovación por parte de la iglesia. Habrá quien lo llame evolución intelectual, o ponerse a la altura de las circunstancias, pero lo cierto es que cuando ponemos a ciertas instituciones y a ciertos medios ante el espejo de este último papa quizás no deberían poderse mirar de frente en el mismo.
Como si de volver el agua en vino se tratara, la conferencia episcopal española no deja de manifestar su inequívoco apoyo a las palabras renovadoras del papa. En los tiempos de Juan Pablo II o de Ratzinger, siempre fue una institución caracterizada por su apoyo al conservadurismo de la iglesia católica. Si de moral sexual se hablaba, tocaba alinearse con las manifestaciones oficiales, bajo la excusa de que así era la “doctrina”. Lo más “rompedor” que se podía escuchar era la denuncia de las injusticias y las desigualdades del capitalismo. Hoy más de uno se frota los ojos al ver a los mismos que acusaron al gobierno de destrozar la familia al apoyar el matrimonio homosexual decir abiertamente que las declaraciones del nuevo papa son y deben ser respetadas. La autocrítica que en tiempos andaba bastante escondida aflora hoy, mientras que los temas en los que la iglesia chocaba con la sociedad se diluyen. Transustanciación similar a la que se observa en algunas tribunas de prensa: opinadores y expertos que hasta hace unos meses traban con sarcasmo todo lo relacionado con el catolicismo, saludan abiertamente la llegada del nuevo papa y se convierten incluso en voceros de su mensaje. Como diciendo: “ahora sí”. Ésta es la buena.
Visto con un poco de objetividad, la situación debería resultar vergonzante, tanto para unos como para otros. Y sobre todo, no debería conducirnos a engaño. Ni unos son tan “progres” ahora, ni los otros se han caído del caballo en una conversión meteórica. Más bien, la sensación es otra: ambos arriman el ascua a su sardina. No sé si sería preferible, pero al menos sí más coherente y honesto, el contar de partida con la oposición de la conferencia episcopal española a los aires de renovación que parecen soplas desde Roma. Otra cosa transmite la sensación de politiqueo y chaqueterismo: lo importante es estar cerca del poder, y si para eso hay que disfrazarse, pues se disfraza uno. Y lo mismo podría decirse de diarios que practican un laicismo intolerante y dogmático, y que con mucha frecuencia achacan a las religiones todos los males de la historia de la humanidad. La más mínima coherencia exigiría que mantengan su linea dura, y el que quiera comprarles sus ideas, que se las compre. Pero esta actitud paniaguada, de medias tintas puede provocar perplejidad en la sociedad.