Ocurría a finales del trimestre pasado, justo antes de empezar las vacaciones de navidad. Comentábamos en clase los mecanismos para escapar del miedo a la libertad que señala Erich Fromm, y se pedía en uno de los ejercicios que se pusiera un ejemplo concreto de cada uno de ellos. Llegado el turno al autoritarismo, una de las alumnas puso un ejemplo inesperado: las relaciones de pareja. Al tratar de justificar su postura, apelaba a que a menudo en una relación amorosa, una de las partes es dependiente de la otra que, por así decirlo, lleva la voz cantante en lo que toca al cómo vestir, qué sitios visitar, cómo divertirse, etc. Sorprendente sin duda. Y más aún lo fue el hecho de que esa misma respuesta apareciera en el cuaderno de alguna otra alumna. Algo que, por otro lado, quizás no debiera asombrarnos tanto: de vez en cuando se publican estudios que demuestran que las relaciones amorosas entre adolescentes no siempre cumplen requisitos morales básicos de equidad, justicia y respeto mutuo, sino que con más frecuencia de la deseable se asientan sobre la asimetría, los desprecios, la posesión y los celos, cuando no incluso sobre los malos tratos explícitos o encubiertos.
Amar es sinónimo de sufrir. Si es celoso eso es porque te quiere. Discutimos a menudo, pero así son mejores las reconciliaciones. Estos y tantos otros topicazos siguen vivitos y coleando, en un mundo que ya ha cambiado lo suficiente como para mantenerlos en vigor. Es difícil imaginar que esos estereotipos se reproduzcan en las familias o en los centos educativos. Así que no nos queda mucho más sitio que mirar, a no ser que nos fijemos en televisiones, radios y demás medios. Es entonces cuando nos damos cuenta del daño que indirectamente pueden estar haciendo no sólo ciertos programas o series de televisión, sino más de un músico y grupo de pop. Desde los mal llamados realities a las ficciones destinadas a adolescentes, pasando por los alejandros, alboranes, maluses, orejas y compañeros varios. En estas ficciones o productos culturales encontramos a menudo estas historias amorosas truculentas, llenas de lágrimas, sufrimientos y dolores, esas relaciones tormentosas y desiguales, esas añoranzas y esos echares de menos que nos llevan a soledades insoportables que nos hacen pensar que es mejor mal acompañado que separado de la fuente de nuestro dolor. Todas estas historietas que se vienen repitiendo en canciones y televisiones desde hace décadas y que perpetúan papeles y fijan ideas que deberían estar alejadas del amor adolescente por ingenuo e inocente que lo queramos pintar.
El posible rechazo antes esta larga ristra de adolescentadas no nos puede llevar, sin embargo, a aquella solución platónica: bien es sabido que en uno de sus diálogos aparece el famoso pasaje de la expulsión de los poetas, precisamente porque al dirigir su mensaje a la parte más emocional del ser humano, eran un elemento de desequilibro en la armonía de la república. A nadie se le ocurriría, hoy en día, acercarse a una medida que bien podría calificarse de totalitaria. Pero sí sería preciso, a nivel adolescente, una “pedagogía del amor”, o búsquese la expresión que se quiera para superar la cursilada propuesta. Todos los que estamos en la arena educativa sabemos de las charlas de educación sexual que reciben los alumnos, que siempre serán bienvenidas. Sin embargo, se echa de menos y mucho una educación sentimental y en cómo llevar adelante una relación entre dos, sin que necesariamente pase por algunas de las situaciones de las que hablaba al principio. Y es que da igual tener 15 años que 20, 30, 40 o 50: el amor no puede significar posesión, ni sufrimiento, ni idolatrías. Se me dirá, seguramente, que se aboga por una visión un tanto fría y racional del amor. Pero no se trata de eso. Se trata de situar las cosas en su sitio, sin barroquismos ni exageraciones. Y de que todas las producciones artísticas y culturales remen a favor. Que nos ayuden a superar esa especie de sadomasoquismo emocional al que parecen querer someter a los adolescentes españoles.