Al finalizar cada una de las evaluaciones, llega el momento de realizar un pequeño balance. Se ponen de un lado los aprobados, de otros los suspensos y se va comprobando cuál ha sido la evolución de cada grupo. Si lo hacemos a lo grande, tendremos sesudas y completas hojas de cálculo, que nos dan una pequeña radiografía del centro en el que estamos. Y dando un paso más allá: al mundializar los datos obtenemos algo así como el polémico informe de Pisa, que al final termina sirviendo cada vez que se publica para justificar a unos y otros. Desde aquellos que quieren matar al mensajero y desprecian la estadística y el valor de sus resultados hasta los que pretenden convertirla casi en un credo positivista desligándola del contexto social, económico y cultural en el que se elabora. Hay otra forma de mirar estas estadísticas, que salía en una conversación de esta mañana, más cercana a la antropología y, en último término, a la filosofía. Educación, libertad personal, formación individual. A su manera Pisa, como cualquier otra estadística educativa, es también un discurso sobre estos conceptos, que han venido ocupando a los filósofos desde hace ya unos cuantos siglos.
Hagamos un pequeño recrrido guiados de interrogantes. Ahí va el primero: dónde queda la libertad individual si al final el contexto socioeconómico va directamente ligado al éxito educativo. Nacer en unas condiciones difíciles nos dispara hacia el fracaso educativo. Contar con ciertas comodidades materiales y un entorno socioafectivo estable nos orienta hacia eso que llaman éxito educativo y que consiste en ir logrando una formación más o menos adecuada para las exigencias de la sociedad. Poco espacio queda para el yo, para la voluntad que desea tener una u otra vida, porque parece ser que esos proyectos vitales se moldean también en función de los estímulos recibidos. De ahí que muchos digan que la única forma de cambiar y mejorar la educación pasa por mejorar las condiciones materiales de vida de los individuos. Un enfoque paradójico: de raíces marxistas en sus orígenes, trastocado hoy en neocapitalismo, pues nos quieren convencer que aumentar la riqueza de la sociedad (aunque no mejor la distribución de la misma) tendrá a largo plazo repercusiones positivas en la educación. Triste paisaje el educativo, si todo depende de la evolución pecuniaria, de los tipos de interés y de los mercados de deuda. Variables que cuentan, y mucho, pero que no pueden quedarse solas en cualquier explicación. De otra manera no queda más que aquello de “apaga y vámonos”. Para qué educar si todo depende de los ingresos en cuenta.
La segunda pregunta puede resultar a la vez dolorosa y controvertida: ¿Qué consecuencias extraer de que aquellos países en los que más y mejor se valora socialmente a los profesores obtengan mejores resultados? Hay dos formas de ver la cuestión: quedarnos con aquello de que en ciertos países solo los mejores llegan a ser profesores, mientras que en otros como el nuestro no es preciso un buen expediente o altas calificaciones en la P.A.U. para terminar accediendo a la docencia. O también pensar que falta “motivación” a los profesores en forma de “valoración social”. Concepto este un tanto difuso que seguramente incluye desde los dineros contantes y sonantes hasta la relevancia y prestigio de la profesión. Como que no quiere la cosa, se estaría afirmando algo así como que las cosas podrían ir mejor de lo que van, pero que los profesores no ponen de su parte todo lo que podrían poner. Frase que muchos padres pronuncian cuando los profesores no les oyen, y que resulta escandalosa en el contexto educativo, que no brilla precisamente por la capacidad de autocrítica. Total, pensará la gran mayoría, la acción de un profesor en un aula poco puede cambiar en relación a todo ese mastodonte socioeconómico y cultural que termina dibujando las lineas maestras de toda estadística. Idea que nos devuelve al punto de partida: ¿Acaso no nos conduce el enfoque macroestadístico a una especie de determinismo conformista? ¿Cómo escapar del círculo vicioso estadistíco y económico? Son, sin duda, las preguntas tontas de la semana, que suelen rondar la cabeza de muchos profesores en las épocas de evaluación.