Si repasamos la historia reciente del más o menos voluminoso cacharro que llevamos en el bolsillo, nos damos cuenta de que su éxito radica en la creación de necesidades. Hoy en día parece indispensable para vivir, pero tampoco hace tanto que las personas salían de su casa sin teléfono móvil, y no se pasaban buena parte de su tiempo enviando mensajes o trasteando con aplicaciones. De aquellas, cuando el zapatófono mortadeliano irrumpió en nuestras vidas, hubo voces que cuestionaban su utilidad y necesidad: ¿para qué necesitábamos un teléfono si podíamos llamar desde casa? Hoy esa crítica es mirada con condescendencia: la idea es tan ingenua como obsoleta, hsata el punto de que hoy muchos se sienten totalmente desprotegidos cuando salen por ahí sin teléfono móvil.
Después la cosa evolucionó. Los teléfonos incluían radio, y algunos de ellos empezaron a ofrecer la posibilidad de sacar fotos. Nadie pensaría que, si queremos una foto de calidad, vayamos a tirar de móvil. Pero claro, cómo no usar el móvil si el objetivo último es compartir la foto al momento. Este fue otro de los añadidos: la conexión a Internet. Algo superfluo a primera vista, pero que se torna imprescindible. El resultado final provoca desconcierto: tenemos aparatos en muchos aspectos más potentes que los ordenadores de sobremesa de hace un par de décadas y que son capaces de modificar nuestro estilo de vida de una forma brutal, hasta el punto de que estar conectados y tener suficiente batería es una de las pocas cosas que realmente nos preocupan en nuestro día a día. Ya se ha dicho más de una vez: seguiríamos recargando el móvil aunque cada una de estas cargas nos restara una hora de vida.
La tecnología y el ser humano. Juguemos a llevar la analogía un poco más allá: quizás no sea muy descabellado comparar esa evolución del teléfono móvil con nuestra propia historia. El impulso de la civilización y la tecnología nos empuja a ser un aparato más: aumentan nuestros servicios, nuestras capacidades. Pero no lo hace así nuestra batería. La tecnología se nos presenta como una oportunidad de ocio y entretenimiento, pero lleva escondida en su seno el aumento de la productividad y la prolongación del entorno de trabajo. Estar sin batería hoy es casi tan trágico como quedarse sin cobertura: solo la oportunidad del enchufe nos salva de la catástrofe. Hay quienes tratan de rascar el wifi de las paredes y los grupos de adolescentes se sientan en los bancos para enviar sus mensajes sin mirarse a la cara. La máquina se funde con el hombre, porque hoy somos capaces de sentirnos conectados o desconectados. No es necesaria la integración física. Los cyborgs nos dan miedo, producen extrañeza. Pero en nada nos asusta entregar nuestra propia vida a una red sin la que hace no muchos años era posible disfrutar de nuestro tiempo. No sé si quizás en un sentido más hondo y auténtico que el que nos brindan hoy todos estos aparatos, tan llenos de oportunidades y quehaceres que acaban por dejarnos sin batería a nosotros mismos.