Todo ser humano desea saber. Esta conocida frase de la Metafísica de Aristóteles pretende explicarnos el origen antropológico de la ciencia. Una sentencia bien sencilla que ha sido comentada y repetida a lo largo de la historia de la filosofía. Cómo no: es posible también exprimirla un poco más en esta bitácora. Vista desde hoy, la idea aristotélica puede parecernos un poco ingenua o idealista: desde que se ha puesto de moda aquello de los ninis, parece que no faltan quienes no quieren aprender, quien sabe si por falta de iniciativa o porque este mundo que les ha tocado vivir no les motiva lo suficiente. La civilización occidental adolece de esa voluntad de conocimiento que nos ha traído hasta aquí, y habría que preguntarse si acaso no sea la propia cultura dominante la que pone las condiciones para que esto sea así, y se vaya perpetuando en el tiempo. Lo cual vendría ser algo así como una especie de suicidio cultural, pues se estaría negando aquello que está en nuestro propio origen. Una de las preguntas que podríamos hacernos es precisamente por qué este deseo de saber parece ir debilitándose con el avance de la historia.
Fijémonos por un momento en aquellos que sí desean saber. Los que trabajamos en el mundo de la enseñanza conocemos buenos ejemplos: alumnos que se esfuerzan por sacar buenas notas, y que desde bien temprano tienen muy claro qué desean estudiar el día de mañana. Cuando se les pregunta, las respuestas no varían demasiado: médicos, ingenieros, empresarios. Y en conversaciones informales, al abordar algunos de sus estudios aparecen también sus motivaciones. No son, afortunadamente, todos, pero sí en muchos casos se oyen cosas como el prestigio social, el dinero, continuar la tradición familiar o simplemente buscar una buena colocación. Es entonces cuando los que hemos pasado por el libro de Aristóteles nos preguntamos necesariamente: ¿Es este el deseo de conocimiento al que se refería el pensador griego? Me temo que en muchos casos la respuesta no puede ser afirmativa. El deseo de conocer debería ir ligado a una valoración positiva de este conocimiento, a un aprecio por la cultura de la que uno procede. No faltan, sin embargo, algunos de estos alumnos brillantes que dicen detestar una o varias de las asignaturas que les tocan estudiar. La filosofía suele estar en el punto de mira, pero tampoco salen bien paradas la historia o la lengua. ¿Pensaría Aristóteles que este tipo de actitudes son expresión también de ese deseo de conocer?
No nos llevemos a engaño: hay que evitar cualquier idealización de la cultura griega. Nadie niega que hoy tengamos un mayor desarrollo educativo que en su tiempo y que hayamos alcanzado también un conjunto de conocimientos científicos que el bueno de Aristóteles no podría ni imaginar. Pero esto no quita ni un solo gramo de peso a la objeción que venimos comentando: quizás no vivamos en una cultura que valora el conocimiento tanto como en épocas pasadas. Valoramos la tecnología, pero ignoramos sin sonrojo la ciencia que la soporta. Nos falta, seguramente, una de las actitudes que Aristóteles ponía en relación con la filosofía: la curiosidad. El deseo de saber brota de la curiosidad, y si no somos capaces de estimular esta, difícilmente fortaleceremos la primera. Asesinos de la curiosidad los hay de todos los colores: desde la cultura de masas al propio sistema educativo, sin olvidar a todos los que imparten doctrina, sea en el área que sea. Difícilmente puede albergar deseo de saber aquel al que se le hace creer que se le está transmitiendo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. El que sufre este tipo de procesos está ya de antemano condenado: cadena perpetua a pasarse toda una vida sin formularse ni un solo interrogante. ¿Puede haber un castigo peor?