Explicar la asignatura de Educación ético-cívica resulta sencillo en una de las tareas propias de la docencia: los ejemplos. No necesitas estrujarte la cabeza ni buscar situaciones concretas cautivadoras que te sirvan para explicar tal o cual teoría ética. Cualquier periódico viene plagado de ejemplos. La realidad, las noticias de la última semana, te hacen el trabajo y te ponen en bandeja una multitud de preguntas que plantear en el aula. Enseñar unos rudimentos de razonamiento moral es explorar las miserias humanas que todos los días pasan ante nuestros ojos, y confirmar, curso a curso, que aunque cambien los nombres se mantienen los hechos. Somos animales bastante previsibles: robamos, matamos, nos aprovechamos, con la misma intensidad con la que nos entregamos a causas nobles o realizamos grandes hazañas. Héroes y villanos a partes iguales en historias repetidas con ecos de un eterno retorno triste e inconsolable. Por cada diez noticias innobles nos encontramos con una ejemplar. Y aunque bien podríamos matar al mensajero y acusar a los medios de sensacionalistas, quizás debamos dirigir la mirada hacia nosotros mismos y buscar en nuestra forma de ser y vivir el origen de todo esto. Por ello es inevitable que, de vez en cuando, aparezca en clase una pregunta inquietante: ¿Existe algo así como el progreso moral?
Cualquiera está tentado a responder afirmativamente a esta pregunta. Vivimos en sociedades que han erradicado el esclavismo o el trabajo infantil (no todas, nos diría un particular pepito grillo, pero sí la mayoría podríamos responderle). Se han superado viejos prejuicios raciales y hay un compromiso al menos tenue con la igualdad de género. En occidente no se cuestiona el derecho de las mujeres al estudio y se buscan las fórmulas adecuadas para estimular su completa integración en el mercado laboral. Dicho de otra forma y resumiendo todo lo dicho: son unos cuantos los que han afirmado más de una vez que este es el mejor momento de la historia para vivir. Nunca antes había vivido tan bien tanta gente. Y no sólo en un sentido económico o material, sino también cultural o moral: oportunidades educativas, ideas de respeto y tolerancia. En definitiva: derechos humanos. Todo ello, evidentemente, sin ignorar que seguimos teniendo ideas atávicas que se manifiestan de múltiples formas: la xenofobia, homofobia y todas las demás fobias que son expresión de un antihumanismo siguen estando presentes, como rémoras del pasado con una presencia social minoritaria, pero no por ello insignificante. Y podría volver a decirnos ese pepito grillo: seguimos siendo igual de bestias, pero hemos remozado las maneras. La ética se disuelve en estética: no somos buenos pero lo parecemos. Y quizás ese sueño del progreso moral no sea más que eso: un pasajero momento ilusionante de la humanidad.
Estas perspectivas “pesimistas” se confirman a veces en clase. Una forma de “medirlo” en clase: con la clásica pregunta del “Qué harías tú, si…”. Un buen ejemplo: el test moral de Harvard. Un caso más de andar por casa: las tarjetas opacas “made in Spain”. La cuestión es que, preguntados por el caso, más del 80-90% de los alumnos reconocen abiertamente que ellos también usarían estas tarjetas si tienen ciertas garantías de que nadie les va a descubrir. Porcentaje que se confirma en el aula año a año. Y que quizás no será muy distinto al que se hubiera obtenido hace ahora 40 años, cuando los blesas, ratos y demás aprovechados ocupaban un puesto en sus respectivos colegios de élite. Si entonces la “tasa de corruptibilidad” era similar a la nuestra, no es de extrañar que la corrupción emerja como las setas, aunque no llueva. Los corruptos del día de mañana están hoy en 4º de ESO, cursando entre otras cosas eso que se llama “Educación ético cívica” y levantando la mano con total sinceridad cuando se les pregunta si usarían tarjetas opacas. Y si generación tras generación comprobásemos que la disposición a “corromperse” sigue siendo tan elevada como lo es en nuestros días, tendremos que concluir necesariamente que fuimos, somos y seremos corruptos. Que el progreso moral no es más que esto: un aparentar, un parecer. Un barniz estético que esconde nuestro egoísmo y nuestro deseo de medrar. Lobos para nuestros congéneres, acompañados de un pequeño porcentaje de ovejas que están condenadas a sufrir una y otra vez agudas dentelladas.