Las redes sociales son ya un ingrediente más de nuestra vida y para algunos vienen a confirmar algo que ya en su día dejar bien asentado Aristóteles en su política: la sociabilidad natural del ser humano. Nos gusta estar enredados y establecer lazos con unos y con otros. Estamos dispuestos a lo que haga falta por seguir conectados, hoy que facebook y twitter son solo dos formas casi tradicionales en comparación con la constante vigilancia a la que nos someten aplicaciones como whatsapp. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce y quizás estas relaciones sociales muy poco tengan que ver con aquellas que tenía en mente Aristóteles. El griego pensaba en la participación activa en la polis, en unas relaciones sociales que hacen de la ciudad un lugar mejor. No sólo porque decidimos entre todos, sino porque damos un carácter a esa vida en común que, para él, se resumía en la palabra ciudad. Se trataba, en definitiva, de una forma de vivir que a su vez daba más vida a la comunidad de la que se formaba parte. Sin perder de vista ni un solo instante que los intereses de la ciudad estaban por encima de los del individuo. Sabemos que la propuesta aristotélica es hoy inviable y que además el pensador griego no tenía escrúpulo ninguno en considerar que solo un grupo debía participar de pleno derecho en eso que llamamos ciudadanía. Pero esto no impide que podamos apoyarnos en sus ideas para valorar estas nuevas formas de sociabilidad.
Y es que, de partida, las redes y aplicaciones sociales pueden recordarnos más a Foucault que a Aristóteles. Twitter es una forma de compartir ideas, pero habría que ser muy ingenuo para ver solamente eso. Es también una red de relaciones de poder, en las que ciertos grupos e individuos viven pendientes de posicionar sus ideas. Los ansiados FAV y RT son expresión de la vacuidad humana y de un deseo un tanto extraño: el de lograr el apoyo de los demás. Eso que se ha llamado “ser influyente” es uno de los signos de nuestro tiempo, y es un anhelo exclusivamente individual. Nadie está pensando en el bien de todos cuando se pasa la tarde en twitter, regando por goteo con sus frases los terrenos de la red. Tras esa sociabilidad tuitera está en último término el deseo de dominación: ser popular, lograr que otros piensen como yo pienso. Se viste de seriedad y trascendencia esas batallas estúpidas e infantiles que se dan en la adolescencia: quien tiene más seguidores “mola” más. Algo que no es un fin en sí mismo: los miles de seguidores se canjean posteriormente por poder, sea en el terreno informativo, político o económico. La hoguera de las vanidades se alimenta ahora con poco aire: no necesita más que 140 caracteres. Relacionándonos así, dejamos de lado la conversación y sobre todo el contexto. La relación social se producía hasta ahora en un espacio físico que se ha perdido.
El lugar del encuentro. En tiempos de los griegos existían varios espacios para ello, y muchos de ellos se han conservado hasta nuestros días. Tenemos plazas públicas, calles, parques, teatros y bares. En las sociedades actuales son solo un complemento más. Es habitual ver a la gente transitando lugares sin andarlos, sin reparar en ellos. La sociabilidad virtual anula el rostro y el contexto. Creyendo que se centra en el mensaje, lo desarma, lo desviste. Bloquea también emociones o pensamientos complejos: Facebook nos obliga a elegir con el único botón de “me gusta”. Mucho se ha discutido sobre si los chicos de Zuckerberg deberían incluir también el “no me gusta”, como si esto significara conquistar un gran espacio de libertad. La digitalización de la sociabilidad humana pasa entonces por esto: unos y ceros, FAV o RT, “me gusta” y “no me gusta”. No es preciso ponerse apocalípticos: nadie piensa que estas redes sociales estén sustituyendo a las formas “tradicionales” de socialización. Pero sí que, siendo un complemento, están ocupando cada vez un mayor espacio, que empobrecen las relaciones humanas y que introducen unas mayores dosis de dominación entre los individuos. En definitiva: que no muestran esa sociabilidad natural del ser humano, sino una imagen muy distinta de lo que somos. Seres interesados principalmente en nosotros mismos, dispuestos a grados de exposición inimaginables hasta hace bien poco a cambio de que una pantalla nos diga lo mucho que nos aprecian.