Hoy toca romper normas no escritas de este blog. La primera de ellas: limitarse solo a tres párrafos, buscando una lectura fácil y rápida y dejando la reflexión abierta. La segunda: no traer al mismo asuntos personales, no hablar de uno mismo. Sin embargo la ocasión bien lo merece, y además servirá para que los pocos lectores habituales del blog, si es que queda alguno, conozcan uno de los motivos que están detrás de las ausencias en el mismo, que por momentos han sido de semanas. Resulta que a primeros de noviembre nacía mi segundo hijo. Y lo hacía en circunstancias especiales, pues el verbo nacer podía en esta ocasión conjugarse con un sujeto que de alguna manera había decidido aparecer en medio de la vida. Condiciones bien distintas a las del primero, al que nacieron hace algo más de dos años y medio. Dos niños, dos formas distintas de nacer, que bien pueden servirnos para cuestionar algunas de las ideas preconcebidas alrededor del nacimiento y la asistencia médica.
Pongámonos en circunstancias y sin entrar en muchos detalles. Primavera de 2012: consulta ginecológica con un embarazo a término de cuarenta semana y dos días. Sin síntoma alguno de que el parto esté próximo a desencadenarse, hasta el punto de que el día antes de la consulta, los monitores que miden las contracciones han descartado cualquier movimiento. Por arte de magia, en la consulta el ginecólogo descubre que se ha iniciado la dilatación. Ordena ingreso hospitalario, pero por la ausencia de contracciones es preciso administrar oxitocina hasta provocar el parto. Ya en el paritorio, como el bebé no terminaba de asomar, el propio médico solicita la ayuda del anestesista que se tumba literalmente sobre la barriga para “ayudar” a la salida del niño. Tras tantos “esfuerzos” se logra en “final feliz”: niño sano y salvo, y la madre con una episiotomía de cuya longitud nunca fue informada, y cuya curación no fue revisada, ni por el ginecólogo, ni por la matrona. No hacía falta, claro: los puntos se curan por sí mismos.Sólo meses después, investigando por ahí, pones nombre a todo lo sucedido: maniobra de Hamilton de inducción artificial al parto (desaconsejada por la OMS antes de la semana 42), oxitocina para provocar un parto que no discurría por los cauces naturales y maniobra de Kristeller (el “tumbado” del anestesista) en el paritorio (igualmente desaconsejada por la OMS). Riesgos que van de la mano de una imprudencia imperdonable: salir de cuentas en semana santa. Ya se sabe que las vacaciones son mala época para venir a este mundo, así que si no estás de llegar antes, ya se encargarán de traerte.
Dos años y medio después, nos ha tocado volver a vivir la experiencia del nacimiento. Sabiendo ya lo que había ocurrido con el primero, no era tontería buscar un hospital de Castilla y León en el que se pusiera en práctica el parto respetado. No se tarda mucho en hacer esta tarea: si nos fiamos de Internet la respuesta es cero, aunque parece ser que en el hospital del Bierzo se están dando pasos en el buen camino. En el resto de hospitales, sean públicos o privados, la mujer no puede decidir cómo quiere dar a luz, qué protocolos se han de aplicar. El motivo es sencillo: en pleno siglo XXI el protagonismo del parto en la mayoría de hospitales cae del lado de la matrona o del ginecólogo. En otras palabras: el parto es un acto médico, dirigido por especialistas, en el que la mujer poco o nada tiene que decidir. Si alguien se anima a llevar a su ingreso un plan de parto (aunque está colgado en la web del ministerio) será recibido con todas las reticencias habidas y por haber. Por suerte, meses antes del parto conocimos maternal Valladolid, una iniciativa totalmente particular de un grupo de matronas que tienen una idea diferente del parto.
Tras las charlas de preparación, nos decidimos a dar a luz en casa. Algo que buena parte de la sociedad todavía no entiende: dar a luz en casa, se escucha, es volver a hace 50 años. Hay que estar loco o ser muy valiente, porque es mucho más peligroso. Se deja de lado que las matronas que asisten el parto en casa son el personal especializado y cualificado para esa tarea, y que sólo admiten partos de bajo riesgo. Ellas son las primeras en derivar al hospital todos los embarazos que, por uno u otro motivo, requieren atención médica. En nuestro caso hubo suerte: tras revisar todas las analíticas se daban las condiciones adecuadas. Y allá por la semana 39, poco después de cenar se produjo la rotura de la bolsa. Algo que en el parto anterior, como no podía ser de otra manera, hubo de forzarse artificialmente con el consabido ganchito que tan hábilmente utilizan los “aceleradores de nacimiento”. Tras la rotura comenzaron las contracciones y se desató naturalmente un proceso que se viene repitiendo desde hace cuarenta mil años, y que sin embargo nuestra civilización se ha empeñado en monitorizar, provocar, controlar. A las contracciones le siguieron los pujos, y el bebé asomaba la cabeza, giraba los hombros, y con el sano llanto del nacimiento estaba ya colocado sobre el pecho de su madre. Nadie puede decir que sea indoloro, pero sí que en ocasiones el exceso de intervencionismo puede ser contraproducente. Incluso la afamada epidural, que impide a la mujer controlar sus músculos durante el parto y puede incluso ser contraproducente. Una cultura como la nuestra, en la que todo dolor es concebido de una forma negativa no sopesa quizás todos los riesgos de los remedios al mismo.
Dos niños que llegan a la vida, y en circunstancias bien distintas. No sólo por la diferencia entre nacer y que te nazcan: hay a mayores otra diferencia importante en la alimentación. Las primeras noches de hospital el propio personal sanitario calmaba el llano del niño con un biberón. Y en su visita posterior al parto, el ginecólogo aseguró que se daban todas las condiciones para la lactancia, pues una gota de leche asomó después de una intensa presión de su mano. El que nació en casa contó con la ayuda de las dos matronas para iniciarse en la lactancia. En la primera noche no lograba agarrarse al pecho, al que se quedó pegado permanentemente. A la mañana siguiente, empezó a succionar, y desde entonces se ha alimentado con leche materna. Algo que en el hospital no se apoyó suficientemente, pues apagar el llanto del niño era más importante que fomentar la lactancia materna.
Dos experiencias bien distintas. La primera: un cúmulo de malas prácticas disfrazado de profesionalidad. La segunda: un trato profesional, pero también cálido y cercano, como requiere precisamente un acontecimiento como el nacimiento de un bebé. No sería mala cosa pararse a pensar un rato para preguntarnos algunas cosas al respecto. Cuestionar cómo es posible que el avance de la técnica y de los conocimientos científicos tengan en ocasiones como consecuencia un trato menos humano, en el que el paciente es instrumentalizado. Cuestionar por qué los grandes medios de comunicación no prestan atención a este asunto, y cuando hablan de los derechos de la mujer parecen ligarlos a las oportunidades laborales o la interrupción del embarazo. Dejando de lado que la maternidad es una opción elegida por una cantidad abrumadoramente mayoritaria de mujeres, y que se está produciendo en unas condiciones impropias de un país avanzado. En un país avanzado los intereses del médico o del hospital no están por encima de los de la mujer. En un país avanzado los índices de cesáreas y epsiotomías no son tan escandalosamente elevados. En un país avanzado una mujer no acude a dar a luz como quien juega a la lotería, esperando que quien le vaya a tocar en el turno respete su voluntad. A lo mejor el análisis adecuado es justamente el contrario: somos cosas y nos tratan como cosas desde el momento mismo del nacimiento. Puede que la cultura, la ciencia y la economía no den para más: las mujeres mediáticas paren a gusto del sistema, con cesáreas programadas y listas para reincorporarse a sus puestos, mientras que las mujeres anónimas son eso: anónimas. Y el no tener nombre lleva consigo una determinada forma de venir a este mundo.