Vivimos tiempos revueltos en la educación, pero de tanta revolución y tanto cambio, prácticamente nos hemos acostumbrado a las revoluciones que dejan todo, más o menos, en el mismo sitio en el que estaba. En España hemos hecho del cambio lo habitual, y en cierto modo parece que nunca cambiara nada. Algo que no sé si es positivo o negativo: ahí estamos, alumnos y profesores, dando una cierta estabilidad para lo que parece haberse convertido en una especie de juguete para los políticos, una marca de identidad en la que dejar su sello. El tema de hoy no es sin embargo el “quejío” sobre el desbarajuste legislativo en educación. Puede tener su sentido, antes de discutir sobre sistema educativo alguno, buscar unos mínimos, unos criterios que señalen qué es lo importante, y qué no lo es, en cada uno de los sistemas que se van implantando. Tomemos el ejemplo de la L.O.E., aún en vigor en secundaria y bachillerato. Si tiramos de hemeroteca, un observador imparcial podría sacar como conclusión que lo más importante de esta ley era la dichosa asignatura de ciudadanía, sobre la que se escribió tanto o más que sobre otras cuestiones, quizás menores, como cursos, asignaturas, evaluación, metodología, etc. Como si solo fuera importante aquello que despierta sospecha de “ideología”. Algo que viene a respaldar la atención unánime que todos parecen prestar a otra cuestión que convertimos en capital: la asignación horaria de la religión.
Leyendo lo que los medios generalistas publican sobre educación está uno obligado a equivocarse. Por muy polémico que pueda resultar, el puntal de un sistema no puede ser la EpC, o tampoco la cantidad de horas de religión que se impartirán en cada curso. Así que ahí va una propuesta de otros puntos “sensibles” que quizás debieran recibir mucha más atención de la que les prestamos: evaluación, metodología, diseño curricular y diversidad. Qué y cómo se va a evaluar es uno de los puntos cruciales. Probablemente los pies de barro de ese gigante inmovilista que es un sistema educativo: las leyes hablan de procedimientos que no terminan de aplicarse en el aula, entre otras cosas por contradicciones internas. La misma ley que pide evaluar por competencias se encarga de señalar unos contenidos que obligatoriamente han de estar presentes en el aula. Por no hablar de esa especie en permanente peligro de extinción que es la PAU: la evaluación que introduce es propia de la ley del 73. Entre medias ha habido más de cuatro leyes distintas, pero por lo visto en nada afectan a la manera en la que se valora quién y en qué condiciones accede a la universidad. Memoria, memoria y memoria, como una vieja reivindicación frente a los nuevos procedimientos.
Conectada directamente con la evaluación está la metodología. Otra de esas cosas que nadie mira, quizás porque todos demos por supuesto que no va a cambiar. Las proscritas clases magistrales gozan de buena salud en las aulas, independientemente de los prescriban los legisladores. No quisiera valorar si esto es positivo o negativo, pues algo de bueno ha de tener también una buena clase magistral, pero lo cierto es que permanece invariable. Evaluación y metodología: quizás nadie las mira, porque solo está a la mano de los profesores cambiarlas. E incluso aquel que en las oposiciones jura y perjura por el santo nombre de Piaget que no dará clases magistrales ni evaluará contenidos termina cayendo en la trampa. ¿Acaso no puede la ley tener la fuerza suficiente para poner un poco de orden? A nadie parece interesarle, y menos a los servicios de inspección, que están para otra cosa. No obstante, sí son asunto de los legisladores las otras dos patas del banco. El diseño curricular y la diversidad. Cabría esperar un diseño curricular coherente, con continuidad de las materias entre cursos, sin agujeros, y sin repetición de contenidos hasta el hartazgo. Léase cualquier ley de las últimas cuatro y se comprobará que no es así. Más sangrante es el tema de la diversidad, pues toca a los que, por capacidad o circunstancias socioeconómicas, menos oportunidades van a tener en su vida escolar. Hasta ahora ha sido fundamentalmente un bonito concepto pedagógico, al que no se ha asignado como merece lo único que realmente funciona: recursos humanos. Y así nos luce el pelo, en una sociedad que tampoco destaca por su valoración de la cultura y los estudios, y un sistema que nos sitúa una y otra vez a la cola de Europa. Triste consuelo el de mirar las calificaciones por comunidades. En medio de esta miseria educativa, entrará la LOMCE y hablaremos solo de la religión y, como mucho, de la medida estrella de la ley: las pruebas externas. Ya veremos en qué quedan.