¿Es posible que un grupo de adolescentes de 16 años muestren más madurez que los adultos? La pregunta viene al hilo de la actualidad: el atentado contra Charlie Hebdo. La noticia me trajo inmediatamente a la cabeza la discusión que se planteó en la final de dilemas morales de la pasada Olimpiada Filosófica de Castilla y León. Allí se trató precisamente este tema, y hablo de la madurez porque los finalistas consideraban que las caricaturas de Mahoma no son el mejor ejemplo de libertad de expresión, y que este concepto no justifica la mofa y la humillación. Al hilo de aquello publiqué en su día esta anotación. Un texto breve que se ha demostrado lamentablemente falso en un aspecto: no es cómodo dibujar estas caricaturas desde París o Copenhague, pues como ha quedado claro el odio y la violencia se han globalizado a la misma velocidad que la información o la economía. Las nuevas formas de terrorismo, sea en “manada” o como “lobos solitarios” pueden alcanzar a cualquiera que se exponga públicamente. Una señal más de esta especie de histeria colectiva que parece vivir occidente: parecemos tener la necesidad interna de hacer daño, sea con el lápiz, con la palabra o con el fusil de asalto.
Se nos agota el ser de todas las cosas que somos. Somos Charlie con la misma naturalidad que somos cualquier otra desgracia o causa solidaria que pase por delante de nuestros ojos. Cómo no identificarse y repudiar un asesinato tan profesionalmente preparado como cobarde y absurdo. Pero eso no implica necesariamente la aprobación de una actividad satírica que no conoce límites, y que tira permanentemente de recursos relativamente sencillos, no para hacer reflexionar o entablar vías de diálogo, sino fundamentalmente para provocar. El ser humano, creencias religiosas al margen, se mueve en un universo simbólico. Y todos tenemos un imaginario que nos “toca” en lo personal y que podrá ser cuestionado, pero que difícilmente puede ridiculizarse sin causar dolor. Y esta es la clave del asunto: si nuestra tan ardientemente defendida libertad de expresión tiene como finalidad poner sobre la mesa ideas críticas, pero en tono respetuoso o simplemente incitar al odio y la violencia. Ocurre con el dibujo lo mismo que con el verbo: incluso en las pobres tertulias televisivas sabemos diferenciar perfectamente quién utiliza su turno para criticar otras ideas y posturas y quién se dedica fundamentalmente a insultar. Lo primero es libertad de expresión. Lo segundo otra cosa bien distinta.
No estaría de más, recuperar un cierto sentido pragmático a la hora de ejercer la crítica. Le viene a uno a la cabeza el clásico libro de William James: lo verdaderamente importante es ver las consecuencias que una proposición teórica tiene en la práctica. Si cualquier religión o ideología política atenta contra los derechos fundamentales del ser humano, debe ser objeto de crítica. No es de recibo que cualquier creencia margine a la mujer, que elimine libertades o que pretenda imponer sus propios criterios morales al resto de la sociedad. Pero si una parte de la sociedad está dispuesta a creer que hay seres irrepresentables, que uno es igual a tres, o que es posible multiplicar panes y peces, no veo la necesidad de sacar punta al lapicero y ridiculizar estas creencias. Podremos discutirlas todo lo que queramos, hablar al respecto, pero desde condiciones elementales de entendimiento. Y no se puede olvidar una cosa: no es posible hablar con quien se ríe siempre de todo. El escepticismo radical que hay debajo de esta actitud no ha servido a lo largo de la historia para ofrecer soluciones a los problemas de cada tiempo. Expresado en lenguaje de la calle: cagarse absolutamente en todo en una forma de llenarlo todo de mierda. Y ya. En nada contribuye a la causa de los que pretenden barrer, cambiar, mejorar. En algún momento de la historia se espera algo más de este escéptico radical: que arrime el hombro y se ponga a trabajar para vivir en una sociedad mejor, por muy difuso que pueda parecer este concepto y con todos los experimentos de ensayo y error que nos queramos imaginar. El integrismo es un enemigo de valores éticos fundamentales, pero también lo es, aunque en menor medida, una libertad mal entendida.