Hace ya días que ha saltado, de nuevo, la polémica en torno a una presentadora de televisión, responsable de difundir en su programa propaganda psuedocientífica. Algo así como que comer limones previene el cáncer. O cosas parecidas. No hace tanto que la misma se puso un poco metafísica, y reflexionaba sobre las posibles consecuencias “en el alma” de un trasplante: por un extraño modus ponens había llegado a la conclusión de que si te ponen el riñón de un ladrón, puedes despertar de la anestesia con ansias de robar cuantos goteros y sueros queden a tu alcance. Como si no tuviéramos otra cosa de que hablar, la comunidad científica, y el periodismo el general, ha montado en cólera, exigiendo rectificaciones públicas, y no sé cuántas cosas más. Y no seré yo el que salga en defensa de una periodista a la que, afortunadamente, jamás puedo ver debido a mi horario de trabajo, pero sí tengo una sensación extraña al leer todas estas críticas: ¿No se dan cuenta de que hemos de atacar fundamentalmente al medio?
Vayamos por partes. De fondo, lo que se debería cuestionar es el tipo de autoridad que tiene la televisión. No es un artefacto novedoso y todos sabemos un poco cómo va el negocio. Patrodinadores, audiencias, etc. Cifras millonarias, que obligan a que los contenidos estén orientados a públicos masivos. De otra manera es imposible la rentabilidad. Así las cosas, no sé si es muy realista el rasgarse las vestiduras por según qué tipo de emisiones. Comentar las propiedades del limón no es algo muy distinto a la conversación que va de boca en boca sobre las extraordinarias propiedades rejuvenecedoras de las bayas de no sé dónde, o de la capacidad curativa y “antioxidante” de la infusión de aquella planta traída de un país exótico. No sé si cambia en algo la cosa el hecho de que al comentarlo en televisión puedas llegar potencialmente a varios millones de espectadores. Bajo mi punto de vista no cambia mucho, a no ser que estos espectadores sean “fervientes devotos” de la caja tonta.
La caja tonta, ahí está el asunto. Si la caja es tonta, sabemos que nos ofrecerá tonterías: limones curativos, grandes hermanos con todo tipo de adjetivos y en sus variantes de islas desafiantes, concursos de casamientos de hijos, o debates políticos que tienen más de pose espectáculo (a ver quién insulta más) que de intercambio argumentativo. Siendo este el panorama televisivo y salvo honrosas excepciones y rarezas, ¿a qué viene tanto escándalo? Alguien que conozca, aunque solo sea de una forma superficial, qué es la televisión inmediatamente ha de asociarla a mediocridad y mal gusto. Porque, ojo, eso es lo que triunfa: tenemos la tele que nos merecemos, y los índices culturales de este país no dan para más. El hecho de que estos mensajes se difundan en la tele pública, pagada por todos, no cambia mucho el asunto: en último término compite por los mismos espectadores. Los hay de otros gustos, cierto: pero si quiere usted que le expliquen cómo ha evolucionado la física desde Einstein, sencillamente no ponga la tele. Y tampoco, por cierto, si está muy interesado en el arte contemporáneo o en las últimas tendencias de la poesía. Dudaba hoy, de si poner una coma en el título: el medio es tonto, pero más tontos somos nosotros si de verdad le damos credibilidad a todo lo que se nos cuenta por ahí.