Sabíamos en estos días de la dimisión “forzada” de la consejera de educación de la comunidad de Madrid. Lucía Figar se va, a Lucía Figar la echan… qué más da. El caso es que su directa o indirectamente algo tiene que contarle al juez sobre el tema de la corrupción descubierta en la red púnica. Porque eso, y no otra cosa, es lo que significa estar “imputado” tal y como están empeñados en recordarnos desde diferentes medios. Me importa un pimiento que al final esté implicada o no en la red. Al margen de que se haya beneficiado de su cargo, lo cierto es que ha corrompido el sistema público de educación madrileña. Un delito y un daño social que sin duda es mucho mayor que el apropiarse indebidamente de lo que no es suyo. Importa bien poco cuál sea su futuro judicial, cuando el panorama que ha dejado detrás de sus años de gestión se resumen en una sola palabra: antipolítica. Es una de las paradojas de un liberalismo mal entendido: a menudo sus políticos son antipolíticos. Y terminan dejándolo todo destrozado.
A juzgar por lo que cuentan compañeros de Madrid y diversos medios de comunicación, los logros de la imputada se resumen en: recortes en personal, aumento de ratios, bilingüismo sin ton ni son, presumir de calidad y excelencia y… ¡privatización!. Lo demás será todo lo discutible que se quiera, pero esto último es imperdonable en un político. Casualmente, le ha tocado gobernar la educación en un tiempo que requería de la construcción de nuevos centros educativos. Nuevos barrios, nuevas zonas residenciales y ciudades que han seguido crecienco en alguna de sus partes. Y en muchos de estos casos, se ha preferido “dar facilidades” a orghanizaciones religiosas o iniciativas privadas antes de construir centros públicos. En esto consiste la antipolítica: quien gestiona lo público renuncia a que el servicio en cuestión siga siendo público. Prefiere una subcontrata, sea por motivos ideológicos o económicos, a tomar la iniciativa de la educación.
El estado tiene que encargarse de la educación de los ciudadanos. Esta idea tan sencilla hunde sus raíces en Grecia y encuentra en Platón y Aristóteles a unos de sus primeros defensores. Debería ser obligatorio que allí donde hay un fuerte crecimiento demográfico y una demanda real de un centro educativo, el estado tomara la iniciativa de garantizar una oferta sólida y permanente en el tiempo. Y cualquier otra fórmula es negar la esencia de lo que es política en su sentido más noble: atender al bien común. La gestión de la ya dimitada consejera ha hecho precisamente esto: dejadez de funciones. Permitir que eduquen otros. Facilitar que sean otros los que asuman la tarea. A nadie se le ocurre que un profesor de un centro educativo subcontrate a otro profesor en paro por la mitad de sueldo: quien esto haga estaría dejando de cumplir sus obligaciones. Sin imbargo asistimos impávidos a gestiones públicas que consisten en la antigestión, y permitimos que quien debería organizar la educación de una comunidad autónoma deje de hacerlo, dejando en manos de no se sabe bien qué organizaciones e intereses esta tarea. A ver quién le da la vuelta ahora a la tortilla, cuando ya se han hecho una serie de concesiones y se han otorgado unos derechos. Un daño social y educativo que se dejará notar durante décadas.