Circula entre los que gustan de la filosofía una frase de Walter Benjamin, en la que se nos recuerda que no hay un solo documento sobre la civilización que no lo sea a la vez sobre la barbarie. El tema se nos ha puesto de actualidad, otra vez, a raíz de los atentados del pasado mes de noviembre. El debate está en la calle, por aquello de la campaña electoral, pero se podría decir que estamos ante una de esas pocas veces en las que el problema alcanza dimensiones globales. Sin distinción de ricos o pobres, de primeros o terceros mundos, ha habido un pronunciamiento internacional sobre cómo luchar contra el fanatismo religioso. Algo por otro lado impensable hace unas décadas, quizás porque Internet esté haciendo el mundo cada vez más pequeño, o quizás porque los atentados se extienden por muchos países, afectando a países de terceros en un (des)orden internacional que día a día genera más interdependencias. Y como tendemos muy poco a la polarización, el debate está servido: civilización o fanatismo.
Curiosamente, puede que no sea descabellado trasponer la frase de Benjamin: no hay signo de civilización que no lo sea también de barbarie. Cruzados los ha habido de muchos tipos a lo largo de la historia. Muchos de ellos por motivos religiosos, pero tampoco faltan los cruzados de la economía o la política. No se ha logrado la democracia por medio de la civilización, la cultura o la educación: nuestro pasado está lleno de momentos en los que el motor del cambio no ha sido otro que el fanatismo o la barbarie. Valores como la libertad, la igualdad o los derechos sociales, tienen una buena cantidad de muertos a sus espaldas. Con esto, nos pretendo equiparar un sistema democrático con una teocracia fanática e intolerante, pero sí rebajar las expectativas que cualquier ciudadano occidental puede tener sobre sí mismo. Viendo nuestro pasado es más que dudoso que podamos convertirnos en modelos a imitar, pues también en él encontramos momentos en los que la sinrazón y la barbarie se han puesto al servicio de valores pretendidamente democráticos o “civilizadores”.
A partir de aquí, toca introducir una sana y necesaria autocrítica, y elaborar un nuevo discurso, que no es fácil de encontrar en las últimas décadas. No es aceptable la imposición de nuestros criterios, valores o instituciones si no somos capaces de pasarlos por el filtro del pensamiento crítico. Pero tampoco podemos caer en una especie de confusión total, y situar la democracia al mismo nivel que los actos de terrorismo, buscando justificaciones extravagantes o reflexiones que terminan haciendo más daño que beneficio. La violencia y el terror no se pueden aplacar solo con palabras o ideas utópicas, pero esto no convierte a ningún país occidental o a cualquier alianza militar en el gallo del corral o el “sherif” del poblado. Un enfoque complejo e inteligente nos exige diferenciar los atentados de la religión la cultura que los reclama y a la par requiere que seamos conscientes de que nuestra civilización es también producto de la barbarie. Sólo de esta manera, sin buenos y malos, es posible dar una respuesta adecuada al fanatismo y la barbarie. Algo muy difícil de conseguir, pues implicaría una respuesta política acompañada por los medios de comunicación e incluso diversas instancias culturales. Lo fácil, y más en tiempos de campaña, es jugar al pim pam pum. Pero eso no quiere decir que sea la respuesta más adecuada. Darnos cuenta de la barbarie ajena precisa también de una toma de conciencia de nuestra propia barbarie.