Si ayer salía por aquí la presencia del método en la vida cotidiana, hoy nos vamos a centrar en otro de sus rasgos: la duda metódica. Se podría decir que con esta propuesta Descartes inaugura un recurso que tendrá largo recorrido en filosofía: el experimento mental. Es algo en lo que conviene incidir: ni por asomo se angustiaba el filósofo francés con la imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño, o con la rocambolesca hipótesis de que haya un genio maligno dedicado a engañarnos a todos. De lo que se trata es de encontrar el modo de dar respuesta a este tipo de desafíos, es decir, de aceptar las reglas del juego y estar dispuestos a buscar una posible respuesta a quien nos planteara tales objeciones. Estamos, por tanto, ante una idea mucho más sútil: vamos a ver cómo es posible fundamentar lo que sabemos. Estar seguro de que aquello que damos por cierto realmente lo es. Antes este tipo de enfoques, la reacción más habitual es la perplejidad. Se hace difícil concebir cómo es posible que todo vaya a ser falso, que hayamos vivido en el error durante un tiempo, sea mucho o poco, y no nos hayamos podido dar cuenta. Sin embargo, volvamos hoy a la vida cotidiana: no es difícil encontrar ejemplos cercanos, en las que esta experiencia del error, de la duda o la desconfianza termina convirtiéndose en protagonista.
El terreno de los sentimientos y las relaciones humanas está especialmente abonado para este tipo de vivencias. Es sencillo encontrar casos que terminan siendo dramáticos, en los que la verdad, por dolorosa, no se afronta. El ser humano prefiere vivir engañado antes que asumir circunstancias que no desea vivir. Ocurre, por ejemplo, en el caso de la infidelidad o cuando alguien querido empieza a comportarse de una forma no querida. Cuántas veces se escucha aquello de “nunca pensé que mi hijo…” o “no creía que iba a ser capaz de”. No necesitamos de genios malignos: somos nosotros mismos los encargados de engañarnos, de mirar para otro lado cuando la realidad no nos gusta. La estrategia de la avestruz es innegablemente cartesiana y a la vez invierte los términos de la pregunta: no se trata tanto de cómo asegurar que lo que sabemos es verdadero, cuanto de cómo garantizarnos que seremos capaces de no engañarnos a nosotros mismos, de no caer en el error permanentemente sin necesidad de que nadie nos conduzca al mismo. El error como experiencia humana es tan antiguo como nuestra propia especie: vivimos precisamente gracias a que nos equivocamos y a que nos hemos equivocado muchas veces a lo largo del tiempo. El pensamiento de Descartes nos invita precisamente a algo tan cotidiano como a aprender del mismo o, mejor dicho, a buscar entre todo lo que sabemos aquello de lo que no podemos dudar.
Descartes no es un escéptico, pero a su modo sí es un filósofo del desengaño (valga la expresión). A este respecto, no está de más apuntar que este es precisamente uno de los temas centrales de todo el siglo XVII. Aparece una y otra vez en el barroco, lleno de espejos, de cosas que no son lo que aparentan. El arte barroco nos recuerda también la mentira de la vida, lo feo de la belleza y el sueño de la realidad. Algo que también pasó al teatro, convertido en una de las obras claves de todo el teatro español. Una experiencia, por cierto, que está bastante lejos de lo que vivimos hoy. En absoluto somos cartesianos. Ni por asomo cuestionamos nuestro conocimiento o nos planteamos la posibilidad de intentar construirlo desde cero. El error o el engaño se destierran de una sociedad que valora la exactitud, la autenticidad o la sinceridad, sin reparar un momento en las trampas o la cara oculta de estos conceptos. La duda, se nos dice, es mala, y siempre son preferibles las certezas, la seguridad. Al margen de que todo sea un trampantojo, o de que forme parte del escenario de eso que llamamos vida, obra inconmensurable en la que cada cual juega su papel. Hasta que el amante fiel se descubre a sí mismo como cornudo, o el padre entregado se ve obligado al amargo trago de aceptar que su hijo no es el que él quiso educar. Es entonces cuando nos acordamos del pobre Descartes, del genio maligno y, sobre todo, de los tontos que hemos sido por no querer ver. Por no querer pensar.