Apuramos estos días de enero las últimas ideas de Descartes. Algo muy propio: estos días de frío, que acabaron con el autor francés en su día, son el marco más adecuado para entender su pensamiento de estufa y habitación. Se intenta, en la medida de lo posible, que no se le perciba como un autor extravagante y que sus propuestas sean entendidas siempre en el marco en el que fueron formuladas. Así ocurre, por ejemplo, con el tema del método. La propuesta cartesiana tiene valor en si mismo, aunque solo sea por el hecho de señalar el del método como uno de los principales problemas con que ha de enfrentarse el conocimiento humano y la ciencia. Junto a importantes precedentes como Bacon, Descartes nos advierte de lo que ya nos decía en su día un anuncio de neumáticos: la potencia sin control no sirve de nada. El caso es que las famosas cuatro reglas (evidencia, análisis, síntesis y comprobación) resultan chocantes a quien se acerca al asunto por primera vez. Por qué cuatro reglas y no cinco o tres, o por qué exactamente esas reglas. Y sobre todo: no se tiene una intuición clara de que estas reglas recojan nuestra forma de conocer. En fin, que nos dedicamos a ir por la vida sin método algno, y no reparamos en los famosos cuatro pasos cartesianos.
La cuestión es que en realidad somos más cartesianos de lo que pensamos. O dicho en otras palabras: el autor francés no se sacó de la manga sus reglas, sino que seguramente se fijó en la ciencia de su tiempo. Y la ciencia, en definitiva, es también experiencia cotidiana refinada, sometida a un ejercicio de depuración. Nada hay más cartesiano que el niño que coge un reloj de su casa y lo desmonta pieza a pieza. Qué duda cabe que de punto de partida hay un desafío: saber cómo demonios se mueven esas manecillas, o cómo funciona el juguete que se va a desmontar. Laborioso y paciente, termina por sujetar entre sus manos un montón de piezas sueltas, tuercas y engranajes, carentes de significado y de función sin estar conectados entre sí. Comienza entonces el auténtico desafío: ahora que ya sabemos de qué piezas consta el aparato en cuestión, hay que ser capaces de volverlo a montar. Nada produce más orgullo que la restitución completa oa la reintegración a pleno rendimiento. Lo hemos vuelto a montar y funciona. Y así somos de por vida: hay quien se atreve a quitar piezas del coche o quien tira de destornillador y algo de tiempo para aislar las piezas de un ordenador personal o sustituir las que puedan estar defectuosas. Y nadie pondrá en duda que en todo este proceso hemos logrado aumentar, y mucho, nuestro conocimiento. Cartesianismo puro y duro.
El ejemplo tecnológico no es muy distinto al que se puede vivir en cualquier cocina. Supongamos que nos ponen un pollo, pelado y sin plumas, encima de la mesa, junto a una tabla y un buen cuchillo. ¿Qué haría un buen cartesiano? Sin lugar a dudas: despiezar el pollo en menos de cinco minuto. Hacer los cortes por el lugar adecuado, sin necesidad de romper los huesos más allá de donde se juntan con otros huesos. Sacando cada una de las piezas limpias y listas para poner a dorar en la sartén. Siendo capaces de convertir cada una de las pechugas en cinco o seis filetes para poner a la plancha. El carnicero cuenta con un conocimiento analítico innegable: su capacidad para hacer cortes limpios es el fruto de años de experiencia, pero también de la búsqueda permanente de las partes más simples del animal y del conocimiento exhaustivo de las mismas. El divide y vencerás que funciona hasta en la guerra está instaurado también en muchos de nuestros hábitos sin que reparemos en ello. El valor de la filosofía cartesiana, como el de toda filosofía, reside precisamente en sistematizar y conceptualizar una práctica tan humana como la investigación analítica, y poner esta forma de conocimiento como una de las bases de la ciencia. Conocer es separar, refinar. Y a partir de ahí volver a recomponer. Este es uno de los motores de la ciencia y de no pocos procederes humanos.