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¿Y si Iván Illich no sólo no fuera la antítesis de la pedagogía sino que es, por el contrario, su consumación, su máximo exponente, su cima? Vengo un tiempo albergando esta sospecha, la de que Illich dijo mucho más de lo que dijo, y que la esencia de su pedagogía está en lo no explicitado. Me da cada vez más la impresión de que en el fondo, en occidente no se ha hecho otra cosa que teología, y este es el caso de Illich, y, por cierto, de toda la tradición pedagógica que arranca del Medievo con la
Regulade San Benito, su
Ora et Labora, y la posterior Modernidad que secularizó la vida y la educación monástica. Illich es hijo directo de esta tradición que él consuma y eleva.
Pero la pedagogía occidental es aun más vieja que lo que hemos llamado Edad Media. Es, obviamente, griega. Es helenística, estoica, y se halla incluso teorizada en conceptos como
phronesis, o pensamiento práctico que se ejecuta, que se ejerce en la actividad, en la acción, como “prudencia” o “tacto”, que se remodela, que se retroalimenta en función de lo que el sujeto pensante y actuante va haciendo. Educar requiere este tipo de pensamiento y de praxis, de actividad, de racionalidad actuante. Educar es un operar que yo, además, he entendido en posts anteriores como producción no tanto técnica, sino poética, de un objeto nuevo, al modo de una creación que hace presente algo, que arrastra algo desde la nada o impresencia a la presencia, que origina un acontecer, un acontecer que es revelación en la que somos personas, en la que se revela la personeidad, como estructura relacional, dual, creadora…
Hay un sujeto que emerge en la acción que llamamos educación, un sujeto que lo es porque hay educación. La reflexión griega casi insinúa esto, me pareció, en el caso impresionantemente actual de Séneca, ese carácter tenebroso, abisal, que se abre a los hombres en su existencia. Pero la pedagogía fue, sobre todo, la idea sencilla de que somos algo que se hace en la medida que actúa, que opera en el mundo, que se construye como suma de acciones que van redefiniendo o reestructurando al sujeto que es esas acciones. Se trata del sujeto como su
ethos. Esto es uno de los dogmas del pensamiento helenístico, la construcción de un
self, costosa y esforzadamente, mediante opciones, decisiones y acción
meditada. El filósofo añade a la acción la
meditatio, la reflexión (
phronesis) que hace sabia su acción, que trata de hacerla prudente. No se trata de desdoblar lo pasional y lo racional, o lo racional y lo corporal, sino de integrar ambos aspectos en una conducta virtuosa o sabia, para lo cual hay que ejercitarse, lo cual debe ser logrado mediante la
paideia adecuada, mediante la educación. Incluso, recuerda Foucault, mediante una contra-paideia, combatiendo las inercias de la retórica más erudita del momento.
En el Medievo hemos visto cómo esto se convierte en una especie de tecnología del
self, de escultura del propio Yo, que se realiza con un laborioso labrado, adecuándolo a un ritmo, según la pauta de la
regula de San Benito. La institución monacal marca, por tanto, el origen medieval de una pedagogía como fábrica del sujeto que es esculpido, con golpecitos rítmicos y bien pautados, acompasándolo a un ritmo, a una sucesión determinada. Pero además, a esto subyace, creo, una idea muy católica, no solamente la fuerza de represión que esto en principio a todos nos puede evocar. En efecto, hay un ideal represivo, de dominación y angostura del propio cuerpo en esta pedagogía de monasterio, pero paralelamente, está casi todo lo contrario: la idea, a mi juicio profundamente liberadora y reivindicativa de lo humano, de lo más terrenal, carnal y corporal, de que somos lo que hacemos, de que somos, a fin de cuentas, lo que somos en la tierra. Esto es como una especie de contrapunto que, discordantemente, como un negativo, acompaña a la teología y a la pedagogía más restrictivas y descarnadas, como su reverso. En este caso, la esencia católica es humanista y ha propiciado, seguramente, un cálido y tierno estar en el mundo.
Se trata, en este caso, de que el hombre es, repito, lo que hace, o sea, su
ethos, su comportamiento. El hombre son sus obras. “Por sus obras los conoceréis”, dicen las Escrituras. Este es el ideal católico que funda una pedagogía que, a mi entender, puede que culmine en Iván Illich. Sería el de una pedagogía como construcción en un sentido positivo, aunque precario y provisional, de un sujeto o
self, que en función de eso que va siendo prosigue ese proceso de construcción en común, con los demás,
en la relación con otros. Usamos, en este caso, la palabra “pedagogía” como sinónimo de “educación”, para remarcar el sentido de una cierta conducción, de incluso danza moldeadora en la que los sujetos son, se alzan como sujetos en la relación entre sí. Foucault resaltó que además se alzan en la relación con una verdad que se establece, provisional, relativa y cuya función es la de procurar la emergencia, precisamente, del sujeto que se define en torno a ella, a su consecución. El filósofo construiría (el filósofo helenístico) simultáneamente, al sujeto y a la verdad, al sujeto y a su verdad, a la verdad por la cual se define como sujeto y que marca la relación epistemológica que habrá de entablar con ella, la
episteme.
Así, igual que la modernidad ha llegado preñada de posmodernidad, el Medievo de Renacimiento, y la teología de filosofía, el bueno de Illich tan supuestamente antipedagógico es pura pedagogía, porque la construcción
católicadel sujeto se hizo tanto positiva como represivamente. Illich, en su crítica a las instituciones, es estrictamente católico. Illich, en su ensalzamiento de la liberación de los yugos y opresiones es delicada y genuinamente cristiano, así como en su crítica a la institución eclesiástica y a Roma. Es más, su polémica con Roma obedece a su pulcro y fino catolicismo. Nadie más lejos de Lutero que él. Fue un completo humanista católico que honró al hombre, a la tierra y a la carne, que creyó en la historia y que adoró a la Creación. Su formación fue básicamente científica, era físico cristalógrafo, y
apostó por la tecnología, pero poniendo al hombre por encima de ella, no al revés.
Illich creía que el ser del hombre era su actividad, una actividad que consistía, básicamente, en estar con los demás. No es tanto “producir” objetos o cosas, sino una praxis como fin en sí misma, como trabajo en cuanto actividad en sí, lo que hace hombre al hombre, lo que va diciendo quién es cada uno. El
self se construye como un comportamiento, como una acción y como un
ethos. La existencia humana es, más o menos, eso. Al menos, la existencia visible, la que hablamos, la que puede decirse. Al parecer, hay un elemento también callado en Illich que fue agudizándose con el tiempo, de tipo místico, espiritual, en el que sugiere esa profundidad en lo real que algunos asocian con lo religioso. De algún modo iba fijándose en esas profundidades o halos, como el de Gandhi en su cabaña, presente incluso muchos años después de su muerte. Se percató de que había en nuestra civilización, acaso, algo maligno en la medida en que se cubre esa posibilidad de hacerse, de construcción ética (de “
ethos”) del sujeto, de dejar un halo o huella en el mundo, que es cubierta por una brutal asfixia. Así, para Illich, la pedagogía, la educación, son actividades que se ejercitan cuando fluye el caudal vital, existencial, esa corriente dual que se da en la relación entre personas. Se trata de desbloquear, de liberar para que pueda irradiar, expandirse el
self comportándose, haciendo, actuando. Es la vieja pedagogía del
ethos, de las obras, de las nuevas posibilidades, de la ampliación de realidad, del crecimiento, que ha persistido en el mundo católico por lo menos desde el Medievo.