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En la filosofía de la educación es un tema central el problema de qué sea el sujeto, aquello que se hace a lo largo del proceso que llamamos educación. Es lo que estamos abordando en este primer trimestre del curso desde perspectivas próximas a la hermenéutica que nos condujo en el último post a identificar algo que ha extrañado a un comentarista del mismo, que es la asociación entre liberación y catolicismo. En realidad, este amigo lector no cuestiona tanto lo que de católico pueda haber en Iván Illich, que era mi tesis, sino que su elemento liberador fuera un elemento cristiano, católico. En efecto, de un modo somero, era esto lo que yo apunté en un post atrevido, polémico, que en una investigación seria requeriría ser contrastado con textos de Illich que fueran mostrando ese criptocatolicismo que yo he detectado en su obra, tanto en lo dicho como en lo no dicho. Pero en espera de que bien yo o bien quien se lo proponga lo acometa, retomo lo intuido en mi último post y la crítica amablemente formulada de nuestro lector para ahondar en cuestiones filosóficas sobre la educación, en torno al sujeto que se educa, que es lo que nos interesa.
El catolicismo de Iván Illich es un pathos, en el sentido de algo que se padece, de una pasión, de un habitus, que marca su mundo pre-lógico, el mundo de donde parten sus motivaciones, el sentido de su acción, sus fines, su discurso, su logos. Me remito a ese pozo de lo poético donde arraiga el sujeto, donde se nutre también el ethos, un ethos que habrá de activarse y realizarse actuando, y en cuya acción se muestra el sujeto, se hace el sujeto. Pero el trasfondo de lo poético yace como un previo a dicha acción. El sujeto es como el self, lo intermedio, sito entre esa carnalidad previa o mundo de la vida, y la actividad, fines y motivaciones que van constituyéndolo y haciéndolo presente. Esto es así considerado, por lo que entiendo, por la perspectiva de Paul Ricoeur, tal como la va desarrollando en su libro, prologado por el propio filósofo, Marie-France Begué, titulado Paul Ricoeur: La poética del sí-mismo (Biblos, Buenos Aires, 2002), en las primeras noventa páginas aproximadamente, en las que se expone el papel de la imaginación en el sujeto que actúa y se hace.
Es decir, hay marcas inconscientes, involuntarias, subterráneas sin las cuales no habría actividad del sujeto tal como la conocemos, ni por tanto, construcción del sujeto ni, diría yo, educación. Hay que contar con eso, y eso es algo colectivo, perteneciente a una tradición, a una comunidad. Con Mèlich y Bárcena hemos visto que en gran parte eso es lo simbólico. Ricoeur destaca que se trata, también, de lo encarnado, lo presente en el cuerpo, y también, en la historia. De hecho, todo lo que motiva al hombre, como los valores, ha de darse, enfatiza Ricoeur, de un modo histórico, ha de historializarse (escribe casi sin traducir el galicismo la autora del mencionado libro), es decir, ha de darse inserto en un tiempo, en un marco histórico, en un espacio y contexto. Sólo desde ese ámbito concreto y en la actividad concreta, es como puede haber encuentro y contacto con lo valioso, con lo que llamamos valores, frente a las axiologías más esencialistas. En este sentido, Ricoeur me ha recordado fuertemente a Ignacio Ellacuría (creo recordar que éste lo cita en su obra capital varias veces en pasajes muy relevantes, cosa que debo contrastar), sensación que ha sido reforzada cuando he leído la discusión de Ricoeur en torno a la búsqueda y encuentro de posibilidades en la realidad, mediante la actividad en la misma orientada por el dolor y por el placer, por el deseo, por la querencia. Estos elementos sentimentales arraigan en ese nivel subterráneo en el que la realidad no presente que llamamos posibilidad se hace presente sentimentalmente, corporalmente, como deseo, dolor, etc. O sea, se hace presente encarnadamente, corporalmente.
Pero si además de lo estrictamente corporal vinculamos estas realidades previas, concretas, inefables, con su expresión simbólica, con lo que podríamos llamar grandes troncos simbólicos o míticos o tradiciones que ejercieran al modo de comprensiones globales o sistemas de orientación de la existencia, como lo veía Gadamer, como también lo aborda Ricoeur en sus trabajos sobre simbología del mal, por ejemplo, vemos que hay un papel crucial de factores como las religiones. Una religión o algo como una imagen divina o lo que llamamos Dios, al margen de las elaboraciones intelectuales de la teología, es un nervio subterráneo que dota de sentido, de cierta coherencia a una civilización, que vagamente unifica en una visión general, que da consistencia, desde la cual se piensa, se avanza, se cuestiona incluso lo dado y se autoimpugna. Eso ha sido en occidente, creo, entre otras corrientes, el cristianismo, y dentro del mismo, el catolicismo, en parte de occidente.
Al margen del poder eclesiástico y de la relación de una teología y una cosmovisión o ideología con el mismo, puede haber una idea, como una estrella, como un punto singularísimo en torno al cual giramos, por su fuerza gravitatoria; y así, llevamos siglos dando vueltas. Hay figuras estelares, como Sócrates, o ideas, que lo son, que subyacen, coordinan y obsesivamente laten, reaparecen, rítmicamente, como corazones, en una civilización… acaso en todas las civilizaciones. Esto no debe entenderse como esencialismo, ni destino ni estigma de ninguna clase, es sencillamente, historia, pasado, sobre todo mímesis y memoria. Eso es todo. Y mito.
En este sentido, Illich recoge o bebe de uno de esos corazones que han nutrido de sangre algo cuyos límites desconozco, de lo que tan solo puedo decir que está en papeles, notas musicales, pinturas, que vive encarnado en hombres y mujeres. Es una idea o tradición compleja que podemos unificar con el nombre “catolicismo” y que yo, en mi texto anterior, sinteticé, desde el punto de vista de la pedagogía, en dos elementos: uno represivo (pedagogía del sujeto como herida, marca y dura y dolorosa adaptación a un molde externo según la Regula monástica) y otro creativo, positivo, constructivo (el sujeto como acumulación poética, estética, como suma, como obras, como su ethos, como algo que se va constituyendo al ir actuando). Sendas pedagogías son típicamente católicas, y frente a lo mucho que se ha hablado contra la primera, con razón, criticándola y denunciándola, hay que destacar el papel que en la historia ha cumplido ese más olvidado y silenciado humanismo cristiano o católico representado por la segunda. Frente al desesperado fideísmo luterano, desencarnado y gnostizante, el catolicismo ensalza el valor de las obras y de la humanidad inserta en lo más terrenal (tenemos el ejemplo reciente de la Teología de la Liberación al que se aproximan también otros autores protestantes como Moltmann).
En realidad, la pedagogía es dos tradiciones, que son las dos grandes almas ideológicas de occidente (por movernos en lo meramente ideológico en estos momentos): Grecia y el cristianismo (con el judaísmo y la variante islámica). La tradición constructiva del sujeto como su ethos, como aquello que surge o emerge en la realización o desarrollo de una actividad, de una praxis cuya consecuencia poética es una producción de novedad (decía Bárcena) sería Aristóteles (algunos conceptos y reflexiones), pero sobre todo las escuelas helenísticas, con el Estoicismo en especial. Y la patrística cristiana, junto con parte de la Escolástica, la tradición universitaria medieval y la Regula de San Benito. Estas “sectas” inventan la pedagogía en la línea blanda del sujeto que se define en su activa confrontación dialógica y creativa con el mundo que le rodea (la figura de Job en el Antiguo Testamento). Eso, obviamente, es Iván Illich, llevado a su máxima expresión.