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En su muy recomendable biografía de Heidegger, Rüdiger Safranski relata el origen católico del filósofo, su posterior paso por el luteranismo y su definitivo ateísmo (o no tan definitivo si atendemos a algunas anécdotas extravagantes como su costumbre de persignarse y tomar agua bendita en las iglesias de su pueblo natal o su petición de entierro eclesiástico al final de sus días). En la filosofía occidental hay tal vez uno, dos, tres “nervios”, quizás espinas dorsales, que vertebran, y no sé si es una buena metáfora por lo estático y rígido de la imagen, el pensamiento. Es una corriente que late, que se padece, como un pathos, en el que se está, una situación, digamos por asumir una hasta cierto punto heideggeriana imagen.
Por seguir también una clave benjaminiana, ampliándola, podemos considerar que esa pulsión telúrica, ese suelo de la filosofía, es teología, que porta y aporta una carga, una materia que conforma, posibilita y determina el pensamiento. De tal fondo procede la inspiración, los arrebatos, los hilos y horizontes especulativos. Así, hay una teología, que entendemos como magma que acarrea bullente sentido, orientación y, al mismo tiempo, estupor y vacío, lugares como no lugares, tabúes del pensamiento sin los cuales, no obstante, no podríamos pensar, porque arrojan tormentas electromagnéticas, cargas positivas y negativas, que configuran y movilizan. La teología es esa tradición que llega como pegamento que une los objetos, que los unifica en formas diversas, sin la cual no habría inspiración ni la ilusión de que avanzamos. Se presupone ardiente, latiente. Su lugar está en la realidad, en la realidad más humana, acompañando a los hombres, como orientación de sus preguntas, inquietud, llamada de atención al misterio, pesadumbre, lastre de iniquidades, apertura e inacabamiento dialécticamente nihilizante pero afortunadamente esperanzador.
De su propia realidad óntica personal Heidegger, sugiere Safranski, parece no admitir demasiado. Resulta peculiar construir una biografía de por un lado un Dasein con vocación de constituirse en claro del Ser, de pastorear el Ser y de por tanto de no haber sido retratado y menos biografiado. El aristocrático Heidegger quiso ser más que su biografía y eso ya hace curioso el empeño de Safranski. Pero encima, tenemos el incómodo asunto del nazismo, del que yo me quedo una moraleja, porque yo sí moralizo. Creo que moralizar no es necesariamente el producto de una caída y olvido del Ser, de una metafísica y de un traspié dado en lo óntico de espaldas al Ser, sino todo lo contrario. El viejo lema tan cristiano, católico (y pagano, lo sé), que tanto debió calar al ente Heidegger (“memento mori”) quiere decir algo más profundo que un meter miedo para que seamos buenos y no vayamos al infierno. Es el recuerdo de que somos finitos, de la finitud, del tomar conciencia de la precaria, indigente y contingente existencia humana, de que ese tomar conciencia es privilegio del hombre. Sólo que Heidegger pone a ese pálido hombre solitario que toma conciencia de su precariedad un sol exterior que lo convierte en luna, en pálido reflejo de otra luz, del Ser. Aquí es donde suteología aflora. El pathosgnostizante, luterano, agustiniano, el rechazo del mundo católico, de la edad media, de su arropadora metafísica que habla en ocasiones de una realidad que llegará hasta Zubiri, con la actualidad del Ser en ella, sin diferencia ontológica y en la cima de la historia y del animal histórico de realidades que es el hombre, tal como ya el valiente pensar de Ellacuría lo viera. Esta reconciliación medieval, en el fondo, católica, de ser y ente en la realidad, en la que la vela es vela sin necesidad de otra luz que la que ella porta, la dejó atrás el desolado luterano Heidegger, en pos de una luz que persiguió pathéticamente toda su vida.
Pero decía que en todo este movimiento gnóstico hay también un inmoral olvido y una hybris. Hay mucho recuerdo del ser en Heidegger, pero poco del ente, de lo óntico. Recordar a lo óntico, lo humildemente óntico que constituye nuestra biografía, es una forma también de ser filósofo, o sea, reconocedor de lo contingente y lo propiamente finito. Esto equivale al muy moral reconocimiento de que nos hemos equivocado, de que en algún momento la corriente del Uno nos ha arrollado, nos ha seducido y arrastrado su chusma, como decía Hannah Arendt (definió al nazismo como la alianza de la élite con la chusma). En este sentido, admitir la culpa, que diría su amigo el bueno de Jaspers, era una obligación filosófica consecuente con su propia filosofía. Esto es sugerido por Safranski en varias ocasiones de su biografía, aunque cuando se refiere al gran acusador, Adorno, no elude mostrar una enorme antipatía ante el filósofo frankfurtiano que se excedió, insinúa, en sus diatribas contra Heidegger. Parece reprocharle también cierto pathos intelectualizante, aristocratizante, del pensamiento como sombra que ensombrece a la realidad.
En el caso de Heidegger, lo que dice Safranski es que el pensamiento ensombrece la realidad del quién, del pensante, que es nihilizado ante su propio pensar. Este movimiento es lo que en Heidegger hay, creo, de rechazo gnóstico, de teología, de nervio o pathos luterano, decía, que se cuela también en su diferencia ontológica. Ésta exige un sacrificio tanto del hombre (de ahí las protestas contra el sujeto y el humanismo, así como la absoluta impugnación a la modernidad) como del mundo. Es aquí donde el pensamiento puede emprender un vuelo desligado de aquello donde arraiga, deshistorizado, debido a este íntimo desgarro ontológico, y es esta quiebra abisal, la que lo hace propicio a equivocarse, a coqueteos peligrosos, como ocurriera en 1933. De manera que, para los tiempos actuales, sin negar un ápice de grandeza y de fuerza seductora a Heidegger, de constituir un pensar atrevido, una energía, hoy hace falta algo más que energía, espíritu o nervio. Hoy tiene garra la metafísica de Zubiri, la vuelta a una metafísica en cuanto vuelta a una realidad, a la realidad, como lo que tiene actualidad, presencia, donde está también lo posible, donde el ser es, donde el ser es encarnado, donde el ser es actualidad de lo real, sin otro misticismo que las alabanzas a una Creación donde se juega todo.