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Es cierto que leyendo Ser y tiempo se puede, hasta cierto punto, incurrir en la confusión de que Heidegger básicamente se centra en lo que acontece en el hombre, por mucho que el filósofo cuida escrupulosamente, con su pulido lenguaje y terminología, de incurrir en todo equívoco humanista o sustancialista, en toda lectura antropológica, de su majestuosa obra. Porque lo que siempre, desde esta obra, ocupará ya, obsesiva, pertinazmente, a Heidegger es la majestad del ser, un ser enigmático, más vacío que lleno, o que, mejor dicho, acontece cuando vaciamos y no cuando llenamos. Este vaciar y llenar como dinamicidades, son movimientos de revelación, de ocultamiento o desocultamiento de la verdad que para Heidegger es el ser que subyace, que se insinúa, sombrío, impresente, con una cierta negatividad que huye de lo afirmativo, de lo que opera mediante la captación conceptual, la aprehensión, la objetivación.
Es esto, por si no había quedado claro en Ser y tiempo, lo que va a reiterar y matizar en obras inmediatamente posteriores el filósofo de la Selva Negra. Concretamente, su libro Caminos del bosque, dividido en cinco escritos, desarrolla esta noción de ser como auténtica clave de bóveda de una filosofía que no quiere ser antropología, aunque en ella el hombre, transfigurado como Dasein, obtenga un relevante papel, un hombre que ni es hombre ni es sujeto, como se esfuerza Heidegger en subrayar en este libro posterior a Ser y tiempo. Porque para él la antropología, la reducción del pensamiento a antropología, es un pathosde la modernidad, un pathoscartesiano, en el que incluye hasta al propio Nietzsche víctima de la idea, del sujeto y los valores, todo ello obra de un pensar y un saber que se basa en la objetivación del mundo. Es decir, la modernidad, aunque esto ya comenzara en algunas inercias griegas, en su pretensión de conocer la realidad, la convierte en cosas. Esto era algo que desde un interesantísimo planteamiento marxista había, de un modo distinto, también expuesto el Lukács de Historia y consciencia de clase, como ya apuntamos en el presente blog hace un tiempo.
De hecho, Heidegger seguramente tenía en mente la visión de Lukács sobre el cosismo, sobre la ciencia cosista de la modernidad (burguesa). Pero para Heidegger la cosa, la cosificación, se juega en un nivel estrictamente ontológico, es decir, de relación con el ser, de sentido del ser, del modo en el que se aborda el ente y, por tanto, el ser presente ocultamente en el ente. La modernidad, en un afán de claridad, de iluminación de todos los recovecos de la realidad, descubre que para mirar bien debe crear puntos ciegos y hacer como que no existen. El precio es que desde ese momento, paralelamente al surgimiento de la ciencia, se da la historia de una caída, de un olvido del ser que ocultan los entes, que se oculta en las cosas, que en cuanto son cosas ya encubren por completo ese frágil volatilidad inasible que Heidegger llama ser, esa luz que es la luz de la verdad, y no la luz del sujeto que proyecta e ilumina con su mirada, la falsa luz con pretensiones de universalidad. Así, la cosa existe como objeto, como algo que por esencia es susceptible de ser captado, aprehendido en una mirada iluminadora, acaparadora. Por tanto, se presupone alguien que mire, dice Heidegger. Este alguien debe ser también inventado, como una pareja inextricablemente ligada a la cosa, al objeto: el sujeto. Este sujeto es el depósito de propiedades que mira, que conoce, que capta un mundo a través de mediaciones, instrumentalmente.
Hay un carácter cerrado, pesado, grave, en la cosa. Esto lo subraya Heidegger en su primer ensayo El origen de la obra de arte. En él compara el objeto artístico (un cuadro de Van Gogh) en cuanto objeto con su carácter de obra de arte. En cuanto objeto es susceptible de ciencia, de medida, de almacenamiento, de datación. En la cosa hay una interioridad tan honda e inabarcable como cerrada, como monótonamente igual, sin apertura, sin novedad. La cosa se cierra en sí misma, se halla auto clausurada (de nuevo la comparación con Lukács resulta tentadora, por mucho que se diferencien ambos pensadores).
El ser obra de arte no tiene que ver con la cultura o la historia de la cultura, que se mueven en lo óntico, en el ámbito de lo objetual. Del mismo modo que la antropología es una cosificación del Dasein, según Heidegger, la Estética y la historia del arte cosifican las obras de arte. En realidad, la obra de arte es singular y no tiene que ver con el gusto ni el placer sentido por el sujeto, no entra en la relación moderna susodicha de sujeto-objeto, sino que va más allá o anteriormente a ella. En el cuadro de Van Gogh que representa a unas botas de campesino (que en realidad eran las del pintor, aunque Heidegger, señala Safranski en su biografía de Heidegger, no lo sabía) o en un templo griego con un dios oculto, Apolo, en su interior de columnas, hay una simultánea apertura, o ascensión, y una tensión telúrica, hacia la tierra, hacia lo que Heidegger identifica con el origen.
En este escrito aparece con estridencia el Heidegger más campesino que ensalza el trabajo artístico que extrae de la materia lo que ella alberga, que es capaz de hacerlo relucir, de sugerirlo, de manera que en dicho relucir, se vuelve a lo telúrico como cerrada quietud, como parte en un combate con el cielo. “El ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el mundo y la tierra” (p. 35). Esto, páginas más adelante, Heidegger lo relacionará con la diferencia ontológica, diciendo que lo que se revela en la obra de arte es precisamente dicha diferencia, o mejor dicho, el ocultamiento que acontece en lo ente. Estamos rodeados de ente y cuando creemos que todo es así, que todo es ente, que todo puede ser representado, se abre un claro, en el que se manifiesta una verdad como aletheia, como desvelamiento, como desocultamiento de lo que estaba oculto como mero ente. En la cristalización de lo ente se abren, como cuando se deshiela o derrite una gran superficie nevada, charcos, claros, donde aflora agua transparente, diáfana. Esta diafanidad inasible es el ser que albergaba el hielo en su pesadez translúcida y que sólo el arte que es, en su fondo poesía, puede abrir. El arte como lucha entre la gravedad y la elevación (esta imagen me recuerda, por cierto, los escritos de una gran gnóstica del siglo XX, Simone Weil). “La esencia de la verdad es, en sí misma, el combate primigenio en el que se disputa ese centro abierto en el que se adentra lo ente y del que vuelve a salir para refugiarse dentro de sí mismo” (p. 39). En este juego se basa la belleza de una obra de arte.
Lo importante es percatarse de que el movimiento que en esto ejecuta el hombre no es realmente el de una actividad, al estilo moderno o de una antropología del sujeto que hace, que opera en el mundo, sino una pasividad, un dejarse afectar por el ser, irradiar por el ser, por su acontecer. Serán dinámicas de apertura, de nadificación, de destrucción de lo subjetivo-objetivo, de superación del conocimiento instrumental, lo que conduzca a la verdad básicamente por una suerte de contemplación o creación poética, artística (parece que aquí Heidegger ya iba abandonando sus veleidades políticas, felizmente, aunque Habermas también sospechará de este giro en El discurso filosófico de la modernidad como en su momento apuntamos en este blog en cierto post elaborado en medio del calor veraniego).
En el próximo post, ahondaremos con Heidegger en los problemas de una concepción subjetual del pensamiento y la verdad, de una reducción, según él, antropológica (y científica) de la filosofía. Todo ello va encaminado a la principal pregunta e inquietud que nos preocupa, que no es sino la de una pedagogía a la altura de los tiempos que corren. Heidegger nos fuerza a plantearnos dónde anclar dicha pedagogía, si es que ésta debe anclarse en algún sitio. ¿Qué ocurre con las pedagogías que se fundan, o que fundan o fundamentan? Ciertamente somos modernos, la teología, la filosofía, cuando acuden a la clave del hombre, pero esta clave no deja de ser altamente problemática, como es bien sabido. ¿Es la pedagogía hija del sujeto? ¿Es esencialmente moderna o, mejor dicho, cristiana, y, por tanto, medieval? ¿Presupone toda educación entendida como pedagogía esa antropología que no deja de ser una construcción filosófica que reposa en una opción a su vez ontológica? ¿Se salió verdaderamente Heidegger de esta trama o es a su manera y como ya hemos insinuado un criptoteólogo gnóstico que reacciona a su catolicismo de infancia y juventud? ¿Se da esta doble posibilidad, gnóstica y católica en la pedagogía que, tal como la conocemos, por lo menos a nivel occidental, se explicaría dentro de esta trama conceptual?