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La singular filosofía de Karl Löwith, tanto la expresada en sus obras principales El sentido de la historia y De Hegel a Nietzsche, como por supuesto la ya clásica obra dedicada al maestro Heidegger titulada Heidegger, pensador de un tiempo indigente (cuya lectura estoy finalizando en estos días a la par que leo el libro de Richard Wolin) nos conducen a la problemática, de nuevo, sobre las más o menos casuales vinculaciones de la filosofía de Heidegger con su desgraciada participación política en el periodo nazi de su Alemania natal.
Hay una opinión que tiene su parte de razón cuando trata de no ver esta relación, tal vez para no perder la concentración e incluso la devoción con la que uno debe leer una obra penetrante, originalísima, aguda, vibrante que a nadie aconsejaría yo desde luego que se pierda si se va a dedicar a la filosofía. Ya he dicho a menudo que nadie discute la grandeza de un Heidegger cuyas páginas sobrecogen, hechizan y seducen en un grado que se ha dado muy poco en la historia del pensamiento o incluso del arte. Su estilo pensando, su ritmo, su cadencia, son apabullantes. Bien sea el primer Heidegger de Ser y tiempo de lenguaje frío y distante cuya intensidad acaso se logra inigualablemente en esa distancia y contención, o bien sea el ardoroso misticismo tras la kehre propio de una criptoteología negativa que sinuosamente da vueltas sin nombrar, que sugiere, que dice entre líneas como pocas veces se ha sabido decir entre líneas, en la mejor tradición poética y mística.
Pero cabe preguntar con justicia, placeres aparte, si esta derivación de la filosofía hacia lo sagrado, por lo ontológico, que prepara para ese dios que es lo que únicamente puede salvarnos, al que se refiere el Mago de Messkirch en la famosa entrevista de Der Spiegel, sigue siendo filosofía. Porque Heidegger se ha salido del todo. En su crítica civilizatoria y su afán por superar una tradición que entiende en términos de pecado y caída (le acusará Löwith), su rechazo adquiere una magnitud apocalíptica, majestuosa, de enorme ruptura, de quiebro absoluto. Heidegger ya no hace lo que hasta la fecha se ha estado haciendo bajo el nombre de filosofía porque precisamente él cuestiona hondamente esa filosofía.
Entonces, ¿qué resta a Heidegger? Resta lo que hemos dicho. Sus dos caminos, Ser y tiempo y esa revolución que de lo político sublimó, en palabras de Habermas, a lo poético, a lo vago, a lo místico y nebuloso del acontecer del Ser y su anuncio, escuchando y alabando a sus profetas. Esto, que podemos disfrutar y que tanto nos seduce, puede resultar en efecto dulce, atractivo y digno de leerse. Es, ciertamente, una posibilidad a la que el filósofo puede llegar en sus cábalas por arañar un poco en lo que es. Se puede intentar la vía poética, la vía mística. Pero Heidegger combinó esto, y lo justificó, señala Löwith, según indica Richard Wolin, con la contundente impugnación de toda la tradición moderna, metafísica y crítica occidental. Todo el pensamiento que derivó en la moderna política, y a fin de cuentas en la democracia, cae junto con la metafísica y la onto-teología que son cuestionadas por Heidegger como tapaderas del Ser.
Para su demolición, Heidegger, subraya su discípulo, se sitúa en un punto basamental, ontológico, desde el cual impugna todo el proceder de la filosofía, su alejamiento del norte del Ser, su atajo por el ente, por el discurrir a través de lo que es mero presente que se presenta. A partir de ahí se ha pretendido captar la realidad agotándola en dicha captación y lo que ha ocurrido ha sido la historia de un velo que ha sido corrido y ha ocultado la verdad, que Heidegger asimila al Ser, como algo que sólo se muestra oblicuamente, en la medida que al mismo tiempo, paradójicamente, se niega.
Es por este recurso a lo ontológico de Heidegger que paradójicamente a pesar de su elevada sensibilidad con el aspecto mundano del Dasein y con la historicidad que le es intrínseca como Ser-ahí, pues el ser es tempóreo (fundamentalmente tiempo que viene) por este situarse en este “punto” filosóficamente, se ciega para una comprensión desde la propia historia. Según Wolin, Löwith acusa a su maestro de haber extraído conclusiones políticas directamente desde conceptos o ideas en realidad puras, abstractas, escindidas de todo material histórico, de todo ente o contenido, ya que, justamente, se referían a lo ontológico, a categorías más allá de lo óntico. Este peligroso salto provoca que Heidegger pueda impugnar con una moción a la totalidad a occidente, sin entrar en detalles ni ver derivaciones positivas de la modernidad, así como dar el salto a una alternativa radical revolucionaria desde cero que, en la línea de la teología política del fascista Carl Schmitt, le llevó a adherirse al movimiento nacionalsocialista. Esto responde a la pregunta que nos hacíamos al principio, acerca de si fue o no casual que Heidegger apoyara al nazismo o hay que pensar que se debió a una fatal circunstancia biográfica meramente. Según Löwith había en su forma de entender la filosofía y en su pensamiento ya una cierta predisposición más o menos oculta para que se diera ese fatal apoyo. Sería, sobre todo, ese acudir al ámbito de lo ontológico pero de un modo ciego al ingrediente histórico del “pensante” que acaso la propia tradición postheideggeriana ha ido corrigiendo con una mayor y mejor inclusión de los elementos de lo que él llamara “facticidad” como los aspectos históricos, corporales, sensibles, etc. Que constituyen una situación que condiciona y orienta al “existente” y que él sin embargo no supe comprender cabalmente en sí mismo.
Wolin, al final de su capítulo dedicado a Löwith, recrimina sin embargo a éste lo mismo que acaba de achacar el discípulo al maestro. Porque Karl Löwith desarrolló un Estoicismo de corte conservador que explota ese movimiento que yo he destacado, por cierto, en algún trabajo, propio del Estoicismo, que basa la tranquilidad del ánimo en el abandonarse a una naturaleza o cosmos cuya parsimonia y firmeza nos proporcionen el punto fuerte en el cual anclar el ánimo. Es en el suelo de lo natural, del cosmos que estaba y estará después de nosotros, donde debemos concentrarnos y en el fondo depositar nuestros inútiles afanes. Se trata de un cierto momento conservador de ese estoicismo más quietista (que no es realmente todo el estoicismo, pues creo que esto habría que explicarlo y matizarlo mucho) en el que Löwith parece que desembocó hasta el punto de vilipendiar las filosofías del progreso y de la historia propias de la modernidad y del cristianismo secularizado, tendiendo a una Grecia idealizada del instante y eterno presente. Como es evidente, tiempo le falta a Richard Wolin para relacionar estos elementos del pensamiento del discípulo díscolo de Heidegger con su en el fondo venerado maestro y de nuevo mostrar esa ambigua relación de rechazo y de continuación que el Mago de Messkirch produjo en sus discípulos.