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Tras finalizar cierto importante concilio de la antigüedad, en Costantinopla, se celebró un banquete. Cuando todos los participantes fueron recibidos por el emperador, con las viandas a la vista, algún teólogo llegó a creer que aquello era una anticipación del Reino y ya un inicio de la vida futura. Aparte del peligro de absolutizar una realidad terrenal, de lo cual es ya obvio indicio que todo en la fiesta fuera al estilo cortesano, con emperador cesaropapista incluido al que divinizar, nos podemos quedar con la imagen del banquete, muy bíblica, como anticipación del cielo. Es una vieja y afortunada metáfora. Cualquiera en su vida cotidiana lo sabe, porque quizás nada pueda prefigurar mejor la vida eterna que un banquete entre amigos. Una imagen que ya era dibujada en la antigüedad pagana o en los cantos semipaganos del Carmina burana. En ese sentido, en el Satiricon se presenta la figura de un liberto, equivalente en nuestros tiempos a un nuevo rico. Su nombre es Trimalción y ya le dediqué un post hace un tiempo. Organiza un banquete espectacular, lleno de trucos y de muy vistosas viandas, que lo retratan como alguien venido a más socialmente, con las viejas inercias que le hacen cultivar la espectacularidad y la ostentación impúdica. Mas en el intento de complacer y ser complacido, en el exceso de manjares y bebidas, en el cúmulo de bailarines y artistas presentes, puede también evocarnos, como imagen literaria, un más allá que es un cielo con tierra. Porque no puede haber cielo sin tierra, ni tierra sin cielo. El cielo en la tierra, que la endulza y agiganta y la tierra en el cielo, que lo realiza. Agiganta a la tierra, aunque sea en espacios reducidos y entre algunas coacciones. Existe por ejemplo la coacción tan terrenal del estatus social de Trimalción, que lo define y limita.
En otros banquetes de los que he también escrito algún post, se puede decir lo mismo. Se trata de los pintados en el delicioso libro Los papeles póstumos del club Pickwick. No hay en él la absurda negación de los males que azotan a los hombres, ni se dota al mundo de una fácil y cursi dulzura celestial. Es, aun más, el mundo y sus banquetes lo que dicta sus normas al cielo, tal como se nos antoja que pueda ser algo tan extravagante como un cielo. Son banquetes de abundantes pero pobres viandas, con no menos pobre y abundante ponche y ginebra barata. La mortalidad en este libro está presente incluso en el título, además de aparecer en la forma más sutil de limitaciones a la vida, de horrores risibles como la vida de los pasantes y abogados entregados hasta la muerte y la momificación entre legajos, a cultivar ese otro cielo o más bien infierno (un infierno que es, eso sí, objeto de risa) que es el papeleo, los informes jurídicos y la burocracia. Pero Pickwick, personaje tan pedante como tierno y fascinante, sabe de los cielos en la tierra que dan pistas muy concretas y mundanas de lo que acaso nos espera en el más allá.
Un buen banquete, una comilona, es lo que queda después del despojo, como bien lo sabe el detective Pepe Carvalho, personaje jugosísimo de Vázquez Montalbán. De esto escribí aquí, hace unos días. En efecto, en el papel que cumple la cocina y el comer bien, con el beber buen vino y cócteles exóticos, hay también algo de cielo en la tierra. Es un resto apetecible, cordial y confortable. Tras las palabras, los dogmas, los materialismos dialécticos y demás aderezos de la existencia, queda el aderezo primitivo de la comida. Es más que un refugio. Es el sentido hallado a la vida, para Carvalho. Porque todo es vanidad de vanidades y entonces nos queda este primario afán que es un refinamiento gozoso de lo que une, de lo que más concreta, humana y materialmente nos une.
Este espíritu es cultivado por los cantos del Carmina burana, en la música de Karl Orff tan conocida. Ignoro la música original, que la hay y es conocida, pero que yo no he escuchado hasta la fecha. De nuevo tenemos aquí, el vino, las viandas y los juegos muy terrenales, tomados como algo excesivo, en la desmesura de la carne. Hay un gusto culinario también en las antiguallas como el Carmina, pues se degusta y entra como un manjar. Su filosofía del “primum vivere…” es, como en el banquete de Trimalción, ostentosa. Porque se torna el placer corpóreo y casi sublima en cantos tan profanos como divinizadores. Divinizar al mundo, sin absolutizarlo en ninguno de sus aspectos, es lo que hace el Carmina. Es lo que hace el buen yantar, siempre entre amigos. Desde lo muy pequeño se alcanza lo más grande. No son las envidias, las grandezas del poder (como creyeron y confundieron en el concilio constantinopolitano al que me he referido al principio), los oropeles del dinero y la riqueza, sino algo que puede darse sin todo ello. Algo precario que se torna en clave y metáfora. El hormigueo de la buena compañía, de una conversación erudita a altas horas de la noche, todo eso es ya el cielo. Y por eso gustan los libros que falsamente considerados paganos, hablan de esta religión, como el Satiricon.
Es, pues, eso que he descrito precaria y muy corporalmente como leve hormigueo lo que prefigura a lo más excelso. Primeros serán los últimos y bienaventurados serán los pobres. Se trata de la amena sensación de que la charla y la cena se van a prolongar, no sabemos cuándo ni dónde, pero esperamos que en un nuevo lugar, acaso otra casa o el bar, en el que ejercitar la palabra. Son seguramente los mejores momentos de la vida, como el amor y la sexualidad. Vivir es prolongarlos, pulirlos y refinarlos, cual los excelentes platos que cocinaban y degustaban Carvalho y Vázquez Montalbán.