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De profesión, lector. Esta realidad que alude a la primera acción del intelectual o el profesor es lo que habría que resaltar entre las muchas actividades que componen a la universidad. Si perdemos de vista lo que somos o debemos de ser en primer lugar, recorriendo no sé qué laberintos y rutinas, la institución y el hombre pierden. A mí me ha gustado siempre entender como primera y placentera obligación en mi profesión esta tan sencilla como es el recorrido que hacen corazón y entendimiento por los libros. La lectura tiene algo de contemplativo, de áspera pero dulce anacoresis.
La lectura y el libro son dos de las más complejas y elevadas creaciones del hombre. En cada libro la humanidad se pinta, entre la distancia de sí misma y la fruición de ser. En los libros, como apunta Sloterdijk de los rostros, se da un calvero o claro, donde una cierta esencia se muestra y despliega. El hambre de leer es hambre de ser, y se tiene esta hambre porque se sabe deficiente, carente de ser. La sospecha de que algo falta en el día a día es lo que nos hace leer. Por ampliar y desarrollar nuestras posibilidades teóricas, es decir, contemplativas, se alzan no ya los libros en general, sino esa especie de libros que fue descrita y juzgada por Borges en algún ensayo o conferencia. Se trata de las obras canónicas, que constan como discursos de lo que los seres humanos han querido que sean los seres humanos. No está, sin embargo, esta visión adoradora de unos cuantos grandes libros, por encima de la visión que hace del rostro lo primero. El rostro está antes de los libros, pero vive y revive por los libros.
El libro es, decía Borges, una extensión de la memoria. Existe porque el mundo no se agota fácilmente. El mundo es exprimido y condensado en el fácil derrotero de la letra y la palabra fija o escrita. Aunque realmente no hay, siendo precisos, palabra fija. La escritura también revolotea, como prueba cualquier gran poema. Los libros son para decir más y mejor, o sea, para la palabra y el habla. Los libros se despliegan y conectan multiplicando el mundo o, mejor, multiplicando los sabores del mundo. En los libros se paladea lo más perdurable del hombre, lo que acaso sea su esencia. Es una vieja clave ésta que la filosofía ha imaginado y expresado, desde la vieja hermenéutica a filósofos como Derrida o Ricoeur. Pero es, como también señalaba Illich, una atribución antigua la que se expresa dotando del poder de dar vida a las letras.
El cultivo del texto como huerto, hundiéndose en el mundo y arándolo para cosechar nuevas formas de ser. Las letras crean, en ese sentido, una nueva facticidad, un nuevo plano del ser, o claro. El libro araña al ser, o es el propio hombre que lo araña. El ser no es directamente accesible, porque si lo fuera, se traicionaría y banalizaría. Es una de las hondas enseñanzas de Heidegger. El ser sufre por la banalización. Por eso, ha de ser en el juego de lo que es sin llegar jamás a agotarse en el ahí o estar. El libro es claridad del ser porque se multiplica, se busca y se oculta. Un libro a menudo señala a lo contrario de sí mismo y la ironía es su recurso por excelencia, el gran recurso de la palabra escrita que es ante todo negación de sí misma. Por eso se multiplica y esencializa.
Por esto, leer forma parte de una actitud irónica, de un sarcasmo entre la creencia y la increencia. La última verdad de los libros, de la palabra y el saber canónicos, es que no son y que se diluyen entre otras claridades y lugares del ser. No son pues tan importantes los libros y quizás más que su carácter fijador haya que destacar su carácter deconstructivo, la labor de merma y roa que todo libro hace a su dueño.
Así, el intento de justificar la lectura y alabarla puede ser contraproducente. Acaso haya que leer como escribía Montaigne, en la plana alegría exultante de ser ahí, de hacerse el hombre porque se disuelve el hombre. No he encontrado por ello, y finalmente, otra mejor apología de la lectura, que la de que constituye una consciente destrucción de la cual deviene lo que acaso sea. La destrucción en la búsqueda tenaz y sin objeto. Como las olas del mar en la orilla, con un mar casi en calma, que van borrando tenaz, fluida y sutilmente la palabra escrita en la arena.