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En el post anterior abordamos con brevedad el problema del texto y de la lectura, acerca de su función y posibilidades para rehacer al lector y al mundo del lector. La nota característica que identificamos en los textos, en especial y contra la creencia usual, los canónicos, es decir, los que marcan un cierto hito definitorio, es deshacer, o mejor dicho, hacer deshaciendo. Pero a esto puede alguien plantear una objeción, en relación con un tipo muy especial de textos. Se trata de la literatura sagrada, los textos que el hombre decide que sean sagrados, además de canónicos.
También en ellos ocurre lo mismo que con todos los textos. En particular nos podemos aquí centrar en un canon occidental sagrado encabezado por la Biblia. Lo que hemos percibido en ella rompe el prejuicio que entiende al texto sagrado como algo acabado, inamovible y preciso. Cualquier teólogo sabe que esto no es así, al menos en el caso cristiano. Su condición de libros sagrados es fruto de una elección de los hombres, que deciden leer en ellos un fondo para el hablar del mundo.
El que yo diga que sean producto de una elección humana ya puede considerarse controvertido por algunos. Pero en ninguna de las características que vamos a atribuirle, que entienden dichos textos como algo tan fluido y débil como el resto de los libros, hay, digamos enérgicamente, una impugnación definitiva de Dios o de la creencia religiosa, o del cristianismo. Dichas características, compartidas por todos, son visualizadas con la nota “fluidez”. Por esto entiendo la propiedad de fijar lo absoluto en términos mudables y relativos. Es lo mismo que la tradición hermenéutica de la exégesis de la Biblia presupone. Es decir, el carácter sagrado de la Biblia no implica su deshumanización. Porque el hombre no puede ser más que el hombre, o sea, no puede aspirar a ser un absoluto en el mundo. El hombre, por su naturaleza, es hermeneuta que se define a sí mismo mediante un rodeo por el mundo de los textos, orales o escritos. La peculiaridad de la literatura sagrada es que en este proceso, el hombre antepone el libro sagrado a los demás libros en su tarea de fijar al hombre.
La Biblia es un riquísimo libro, o libros, llenos de densidad, pero su riqueza es, precisamente, su capacidad de sugerir borradores constantemente impugnables de la divinidad en estrecha relación con lo que el hombre quiere que sea el hombre. Su función principal es, pues, definir redefiniendo y hacer deshaciendo toda noción del Dios que se busca. Esto no es irreverente si entendemos, como la pista cristiana señala, que el hombre es sujeto relativo que busca encontrando siempre, por su debilidad, la noción de medias verdades. El que la Biblia presuponga que existe una gran verdad última sobre la que reposa el cosmos, un fondo del hombre y de la existencia, no puede implicar que las verdades que ofrece sean definitivas, ya que tienen por interlocutor al hombre. Su carácter sagrado alude a la función especial que los hombres le atribuyen, una función definitoria de Dios y del hombre. Como indica el prólogo de Juan, a Dios nadie lo puede conocer, sólo se nos hace accesible por un rodeo por lo humano, mostrando una faz humana.
Además hay que señalar en torno a la Biblia su extraordinaria capacidad para hacer pensar y crear verdades señeras. Es, ciertamente y porque los hombres así lo han visto y querido, un libro sagrado que sienta cátedra. Pero sienta cátedra al estilo humano. Hay Dios y hay absoluto en ella, pero al modo humano, ya que es un libro destinado a los hombres y a su vocación. El hombre no puede más que conocer desconociendo, lo que, al igual que los demás libros, hace de la tarea de lectura una búsqueda inagotable y deficiente. En el caso de la Biblia lo que destaca es lo intenso y rico de la búsqueda. Son textos de una extraordinaria sugerencia y capacidad de ir haciendo mediante impugnaciones, es decir, existe una constante negatividad en el tránsito que llamamos Biblia.
Ésa es su especifidad: la capacidad de sugerir respuestas que se deshacen en preguntas y más respuestas. Tanto el antiguo como el nuevo testamento aluden a ello, explícita o implícitamente. El carácter de Éxodo de todo el antiguo testamento, su inacabamiento y desconcertantes contradicciones, le confieren, precisamente, su poder. En el caso del Nuevo testamento ya hemos señalado que desde el Prólogo de Juan las propias escrituras ya se definen como un precario intento. La propia humanización y kenosis de Dios devenido hombre quieren decir eso. Pero no por ello se minusvalora ni al texto ni a Dios ni al hombre. Al contrario, se engrandece la búsqueda que es el hombre, se la refina, remueve y conmueve. Todo el texto sagrado formaría parte de un acercamiento de Dios a los hombres, que se rebaja para ensalzar al hombre en su indefinición y búsqueda. No hay, pues, respuestas sino preguntas. Preguntas clamorosas y perfectas como la del libro de Job. El texto crea a su lector, pero en una dialéctica textual de hipótesis y refutaciones. Al final queda la realidad humana en su más o menos torpe intento de agotar las preguntas finales.
Se decide que los libros venerables además lo son porque agudizan la búsqueda. Y lo hacen en una dialéctica de negaciones e impugnaciones de todas las imágenes de Dios, lo que cuadra además con el mensaje que prohíbe la erección de imágenes para cerrar la concepción que se tenga de Dios como algo definitivo.
Todos los textos y libros, ciertamente, pretenden lo mismo que el canon sagrado. Todos son búsquedas y redefiniciones del ser humano. Pero la peculiaridad de los textos sagrados es la fuerza que el hombre les otorga. Son libros guía que aluden constantemente a Dios y a la tarea divina del hombre y por eso se los venera, sin que la veneración anule la búsqueda. En el caso del Nuevo testamento tenemos la gran pregunta cristológica acerca de la naturaleza de Jesucristo. Frente al docetismo implícito en numerosos creyentes, que enfatizan lo inaccesible y sobrehumano de Jesús en detrimento de su humanidad real y concreta, se alza una lectura más rica del Nuevo Testamento que se entiende como precaria definición del hombre y de Jesucristo. Su naturaleza humana lo hace terrenal e imperfecto como lo son los hombres. Y esto se comparte y extiende a todo el canon escrito cristiano. Jesucristo, como toda la biblia, está justo en el límite desde el cual se intuye, en una intuición más negativa que positiva, lo que aguarda y nos asiste. No negamos por tanto la trascendencia y la divinidad, sino que sí consideramos al hombre y todo lo que hace en términos precarios. El acercamiento a Dios desde el hombre es obviamente imperfecto.
Así pues, un libro sagrado juega con el límite donde se insinúa lo buscado, pero de un modo que toda lectura y consideración humana se tornan precarias. Alude y crea ese límite. Esto es lo más específico del canon religioso. Su perfilamiento del límite.
Es quizás una cuestión de grado y de intensidad. La humanidad cristiana ha querido hacer de su canon un canon, es decir, una fijación para ir hacia el límite de donde emana toda definición de lo absoluto. Los demás libros aunque aspiran a esto, pululan en una inmanencia más o menos cerrada. Los grandes libros, sin embargo, los que también constituyen un canon laico, osan respirar y husmear en lo absoluto. Son pasos en la captación del ser último o, en la concepción cristiana, de Dios.