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Hay varias generaciones que hemos nacido y vivido una parte considerable de nuestras vidas con miedo. Era un miedo cósmico, como el materializado en las películas de ciencia ficción. Hubo además películas que mostraban directamente las consecuencias de un holocausto nuclear. El mundo entonces era raro. Eran raros el desdoble y los países comunistas que hoy día parece mentira que hayan existido, es decir, la oportunidad de que el comunismo haya gobernado países enteros durante tanto tiempo. Como de toda era histórica, se hace preciso matizar y descubrir las corrientes vivas que se jugaban en los países comunistas, y percibir dichos países en su histórica complejidad. Pero, pasado el tiempo y eludiendo como podamos el peligro de generalizar las cosas que es equivalente a trivializar, vemos que sí hay constantes de aquella época anterior a la caída del Muro de Berlín. Yo ahora sé que aquel mundo del Este era también diverso.
Mi aproximación a esta parte de mi pasado, como niño y adolescente de la Guerra fría, el intento de comprender a aquel otro perdido ya y entonces remoto e inaccesible, en los tiempos más recientes ha sido estudiar a dos grandes pedagogos de la era soviética: Makarenko y Suchodolski. En este blog he dejado fe de ello y puede consultarse. De todos modos, yo no dejo de ser parte del mundo de aquí, del llamado occidente, del mundo capitalista que ha presidido invariablemente mis días. Y recuerdo que se vivía con una sensación bien instalada en las conciencias, de que en cualquier momento podíamos desaparecer. Sentimos en nuestras carnes, en el alma, que dicha destrucción era posible.
Vivimos con miedo. La guerra fría estaba incluso presente en mis juegos. Tenía personajes que eran calcados de los villanos rusos de las películas estadounidenses. Creí con demasiada facilidad ciertas cosas, pero, en fin, era un niño.
Desde Hiroshima, la novedad de nuestro tiempo es, fundamentalmente una: que por primera vez en la historia, tenemos la capacidad de extinguirnos en una destrucción total. Esto ha añadido un matiz no poco importante a la existencia actual. Vivimos a sabiendas de que el mundo puede acabarse en cualquier momento. Claro que esto era más intensamente vivido y padecido en los años de la guerra fría, pero ahora sigue habiendo bloques y guerras con intención global.
Que la humanidad se sepa a un paso de la destrucción es un elemento que impregna nuestras percepciones. Todo enfoque existencial debe pasar por esta posibilidad real, por el hecho de que finalmente todo acabe y el hombre sea su propio verdugo. Pensar esto a fondo es doloroso. Como se pensaba en el mundo de la guerra fría. Yo entonces soñaba que había armas en forma de pistola, con cuyo disparo la gente desaparecía, literalmente, como si jamás hubiera existido. Tuve esa aprensión. Sentía como algo terrible desaparecer de esa forma, que era como desapareceríamos todos si un día los misiles explotaban. El miedo a que la humanidad desaparezca. Un terror de niño que dictaba su elocuente advertencia. Es lo que ocurre, parcialmente y en un grado menor que la autodestrucción total, en los exterminios étnicos, en las guerras de exterminio, de limpieza étnica. Es la vocación de servir a la misión de hacer desaparecer a gente. Esta disolución forzada es igualmente traumática y lo que se vive en estos casos, la injusticia que se vive, es una variante de este sueño en el que la gente podía desaparecer absolutamente, sin dejar rastro, ni huella, como si nunca hubiera existido.
Esto mismo es lo que ocurre cuando nos quitan posibilidades de ser, de ser lo que queremos. Porque se puede elegir, y se debe, desde la materia que uno es, desde la cultura y los valores que hereda. En definitiva, contamos con ese algo que recibimos como herencia, la tradición que es la huella, la carne transfigurada, el espíritu como algo vivo que fecunda el presente. Como señala Ortega y Gasset, lejos de un racionalismo fundamentalista, debemos situarnos donde podamos percibir, primero, lo que la sociedad es, y a partir de esto, de la existencia concreta, podemos trazar los deberes. Esto es así porque el hombre, salvo en momentos de cierta aberración según la perspectiva de Ortega, en el momento moderno e ilustrado de la razón pura y descarnada, es hombre, digo, se nutre y fertiliza a partir de lo que laxamente puede llamarse tradición, que es un pasado vivo, o sea, un presente. Porque el pasado muerto y acaecido, ya no vale. El pasado que hoy nos vale es el que constituye la materia de nuestras decisiones axiológicas, por ejemplo, o éticas. Lo que aquí queremos es descentrar a esa razón pura del lugar, o centro, que ocupa, para que haya razón que late y se encarna. Una racionalidad fruto de la confrontación con la historia, o con lo histórico de un mundo mutable y dinámico.
Es pasado no muerto, sino vivo, el que hemos aludido en las líneas precedentes. La guerra fría fue un modo histórico del darse la posibilidad del suicidio total de la humanidad. Eso hoy, bien es cierto, lo recuerda el cambio climático y demás cuestiones ecológicas. Pero la dureza de aquel mundo dividido, en el que todos los hombres nos dábamos las espaldas, es elocuente a la hora de expresar y explicar tal posibilidad. No es este el lugar, pero sería en otro momento interesante explorar el eco de esta última posibilidad en el arte, o el cine, donde gran parte de las series televisivas o películas de ciencia ficción reflejaban lo que, parafraseando a Ortega, sería el tema de nuestro tiempo.
De modo que el hombre que sabe que muere, más que su muerte podría sentir la muerte de la humanidad, la ausencia ni siquiera de una huella o rastro en el recuerdo. No es que el recuerdo y una bonita tumba, o un libro que se escriba o árbol que se plante o niños que se tenga sean, desde luego, la inmortalidad soñada. En cualquier fenómeno mundano hay una constante muerte opaca, incomprensible y victoriosa. Es el estigma que dudamos sea vencido de los modos que hemos indicado, todos teniendo que ver con la memoria y el rastro. No digo, por tanto, que seamos inmortales. El hombre muere y, como única certeza en torno a esto, tenemos que muere del todo.
Pero por mucho que no valga el sucedáneo del rastro y la memoria (que además no son eternos), algo se violenta en un extremo, impensable en la antigüedad, cuando tomamos conciencia de que la humanidad tiene su fin, un fin producto de ella misma, como un tonto suicidio. Y que, dando razón a todos los milenarismos apocalípticos, el fin puede estar cerca. Esta posibilidad se filtra en el pensamiento y el arte actual. No se puede pensar seriamente la vida del hombre pasando por alto ese dato demoledor. Y aun más, mi teoría es que puede ser uno de los nervios principales de nuestro mundo actual. Hoy pensamos después de Auschwitz y después de Hiroshima y eso es lo esencial.