Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE MicrosoftInternetExplorer4
/* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-qformat:yes; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-fareast-font-family:"Times New Roman"; mso-fareast-theme-font:minor-fareast; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin;}
Otoño así, a secas. Otoño preámbulo del invierno, cuando los árboles, siguiendo un ritmo asombroso y constante, el ritmo con que las hojas se cubren de colores y caen, el ritmo como lo es el de la primavera también, se lanzan a desnudarse. El mundo quiere dormir y en su somnolencia, es todo elocuencia. Una somnolencia elocuente, de frío y hojas caídas. Un ritmo. Un mundo que es ritmo y cortezas, ramajes pelados y piedras que parecen saltar de frío. Es en ese salto helado, cuando el mundo dona su secreto. Un secreto a voces, porque es viejo y muy conocido de los hombres que, sin embargo, se resisten a escucharlo. Aunque lo sepan. Un secreto obvio, a la vista, recién llegado miles de veces. Hay que aguzar el oído y escuchar los últimos rumores de las hojas que persisten en no caer, en precarios equilibrios, vibrando por los vientos ya más austeros. Aunque, si lo pensamos bien, toda la naturaleza y todas sus estaciones son austeras. Porque si escuchamos, dicen lo mismo, aunque es el matiz otoñal y sobre todo invernal, el que desata mayor elocuencia. No hay duda, sin embargo, de que una playa moribunda de mediodía en agosto también dice mucho. También dona su somnolencia y nos arrastra como a una meseta o suelo firme tan cercano como imperceptible en el día a día. El día a día es de lo que, precisamente, hay que guardarse. Es lo que nos ciega y ensordece. Hay que centrarse en nada más que la fresca desnudez o la playa agonizante de calor. Para eso, es preciso detenerse y, como he dicho, aguzar el oído en una escucha que es entendimiento, mansa rumia, lento pensamiento.
El mundo, la naturaleza, no tiene muchos secretos que contar. Y el único que sí tiene y cuenta según la vegetación se queda sin adornos, sin más adorno que las ramas peladas como dedos zarandeados por el aire, el que cuenta, digo, es terrible.
¿Qué nos recuerdan las desnudas ramas? Voy a una fiesta otoñal donde las haya. Día de difuntos. El día favorito de los moralistas. Fiesta que hay que saber también escuchar. Por debajo de todo lo que se hable, haga y diga, persiste en ella ese monótono verbo de las plantas mustias de incipiente invierno. Verbo, no verborrea. Verbo concentrado en un solo vocablo, imperceptible en el día a día pero muy elocuente cuando las leves mariposas arden sobre el aceite. Necesitamos esas llamas que también nos lanzan a comprender. De nuevo iré a misa ese día. De nuevo aguzaré el oído y el entendimiento a algo más básico y superior, creo, que nos lanza a pensar. La misa, también, se irá quedando desnuda. También callará y se agotará en media hora o tres cuartos. También el mundo necesita, al parecer, desprenderse del ropaje de muchas misas y centrarnos en la tierna, íntima esencia. Es en esos momentos la infinita ternura lo que nos abriga y habla. El mundo es, también y a pesar de todo, algo tierno.
Ternura y obsesión por centrarse en cuatro cosas (no quiero elevarlas a símbolo, o rebajarlas, mejor dicho), como el puñado de tierra que ayer contaba que nos muestra ante las narices Dostoievski. Este otoño y este día aciago son una glosa y abundancia pobre, inútil, en lo que dijimos ayer. En la misa también hay, por muy alegre que sea, algo lento y plomizo que es invocado triste y cansinamente. Sólo por eso la misa, el otoño o los árboles despojados, merecen la pena. Hay que vivir para escuchar todo ese arrullo y dejarnos mecer tiernamente. Pero no nos engañemos, que esa suavidad tierna tiene el alma, como el invierno, helada. Esa suavidad tierna se da gracias a un frío que mata. El contraste es doloroso. Ternura y dureza en los vientos mansos, que pueden traer alivio o enfermedades.
¿Qué podemos oponer a toda esta seriedad? ¿Sólo sabemos escucharla y cultivarla? Cuidado, que mata, que es viento de perdición y muerte. Así, en la misa de difuntos o al pie de las ramas desnudas, podemos reconocer un alimento que nos tiene con los oídos atentos todo el rato, atentos a lo por debajo del día a día, un alimento que es rumor más elocuente que muchas músicas, como una gravedad a la que en los momentos solemnes y serios, los momentos de la verdad aciaga, tendemos. Nos envolvemos en esta verdad murmurada por el mundo cuando éste se detiene, se nos detiene, en no sé qué símbolo. Es eso lo que arroja el otoño, su verdad. Una verdad a la que nos hacemos, fieles, a la que nos dedicamos, una verdad que no nos deja, que nos alimenta y acuna en lenta y monótona procesión.
¡Esta monotonía del otoño y del invierno! ¡Esta verdad a la que nos dedicamos! Esta verdad es, ciertamente, verdad moral. Moral porque nos rehace y reconstituye, porque nos dona una cierta ilusión de unidad. Moral y metafísica. El otoño, la misa, el día de difuntos, todo es un repentino Uno que absorbe la sangre. Día de terrores, día de horizontes y límites. Se puede vencer al miedo, pero no al hastío de la acostumbrada escucha. Todo sucede en el otoño al que hay que rendir el debido tributo. Un otoño que dice, más allá de toda elocuencia. Un otoño que no quiere la retórica. Un mundo de verdad triste, finalmente triste, triste todo el rato. Un otoño austero, seco, silencioso, agridulce. Un otoño sin hojas. Un otoño sin romanticismo.