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Ser cristiano es asumir una cierta dialéctica de ideas que abren mundos en el mundo. Es donarle al mundo una densidad, una carga. Es apelmazar el aire, casi solidificarlo. Es anclarse en un fondo que se pierde en lontananza. Es una profundidad en la superficie del lenguaje. Es un envolverse voluptuoso en palabras que ciñen la existencia, un ahumarse y nublarse del mundo. Es aceptar paradojas desconcertantes y absurdas que sin embargo otorgan una suerte de lucidez, paradojas que abren brecha como bisturíes en la materia, la historia y la existencia personal. Es saberse abrazado por ellas. Es un violentar el mundo. Es un continuo transmutar y transfigurarse, un vestirse de símbolos, un bucear en un océano de textos. Es un desafío, un problema y una borrachera.
El cristiano es, sobre todo, vagabundo, y mora en un ambiguo universo, un universo coloreado y teñido, como vestido por una explosión de túnicas. Ser cristiano es agarrarse a algo que viene de lejos, engolfarse en ello, con el fin de ser lanzado a nuevas complicaciones. Es un, de hecho, complicarse, bifurcarse, diseccionarse. Es tal el milagro de las palabras que llamamos cristianismo. Un asunto de desdoblamientos y enigmas. Una captación a través de una tradición que ha de ser volteada, que no es suficiente, que carece, que no explica, que se cimenta en una nada. Porque ser cristiano puede tener más que ver con la nada que con el ser. Pues el cristianismo insertado al mundo, como hemos dicho, lo enturbia y nadea en exuberante adición de más mundos.
En este sentido, ser cristianos es aspirar a asumir un mundo tiznado, una existencia entreverada de no ser. Cuanto más inconcebible es Dios, mayor es la nada. El misterio y el abismo son, en realidad, vacíos. Muchos cristianos, de hecho, alcanzan relativamente a Dios vaciándose ellos, vaciando al hombre, vaciando la historia. Percibiendo la historia en su esencial vacuidad. Por eso, el cristiano se mueve en un ámbito de provisionalidad. Las negaciones y las nadas abundan en la tradición suicida que llamamos cristianismo, y las encrucijadas; y por eso el cristiano consecuente está perdido, asombrado, extasiado. Al cristiano, si lo piensa, le falta su centro, del que habla constantemente. Es falso que necesariamente busque un mundo distinto, aunque produzca nuevos mundos. Casi todo queda en la tierra. De hecho, no existe la capacidad de idear verdaderamente otros mundos superiores. Si es razonable debería rechazar esta posibilidad. En cualquier caso, otro mundo puede ser, en su concepto, o bien una negación más de las muchas que estiran la experiencia humana (ensombreciéndola), o bien una sanción y continuación de las sendas conocidas. Pero no hay más realidad que lo que lo que se palpa y olfatea. Ser cristiano es, finalmente, un restar sumando.