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Existen aspiraciones inútiles que acaban absorbiendo a quien se ocupa de ellas, que son peligrosas tareas imponentes en sus ideales pero precarias en su puesta en práctica. Uno siente con fuerza el sesgo y la tara de este mundo a medias, siempre tan gozosa como perdidamente por hacer, y practica una lejanía de palabras inútiles respecto a lo que podemos, en principio, llamar “idea”. Es la aspiración a una persecución en la que el aspirante se diluye y confunde con la tarea que labra en el tiempo para obtener lo que se aspira y desea. Un buen ejemplo de esta tarea imposible, inútil y casi suicida, que amenaza al mundo y al sujeto, que los cuestiona y asa en la parrilla de las palabras, es, por supuesto, la escritura. Porque el que ingenuamente escribe aspira a un plan, idea u objeto que es tenazmente impugnado por la propia escritura, que nunca se logrará por esta vía torcida, que cubre y en el mejor de los casos, desliza hacia una nada. Escribir es barrer, tenazmente, limpiar el cristal de una ventana en la noche profunda que cae sobre la dehesa, arrojar mantas y vestidos que vistan pero oculten el secreto centro invisible. Nombrando y diciendo nos alejamos, en realidad, de este centro, que permanece cuando termina la fiesta, como otra fiesta secreta. De este centro evocado imposiblemente escribe Roberto Juarroz, en una escritura limpísima, sutil y delicada. También Juan Ramón Jiménez escribió: “inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas”. Y justamente de esto, expresado por dos poetas, intento yo escribir ahora, del empeño que ellos, y todo el que escribe con mejor o peor fortuna, manifiesta, de decir el Nombre.
Inútil y siempre fracasada ocupación, porque escribir es olvidar, y nombrar es recubrir. No digo que no tenga en absoluto sentido la escritura, pues los hombres debemos insistir en el nombre, ya que en el acto de nombrar y en la escritura nos escribimos, nos situamos, nos engarzamos con el centro postulado, que es oblicua y negativamente perfilado por los nombres. El centro es y no es los nombres. Porque el centro está y se hace presente, invocado, por el palabrear del hombre. ¿Es un verbo el nombre, por cierto? Una lluvia que habla de un posible océano sobre el cielo. Un centro del que únicamente experimentamos su ausencia. Por eso, la facultad que más nos acerca a él es la nostalgia. El centro existe porque lo echamos de menos. Un centro cuya principal propiedad para nosotros es que nos falta. El que escribe debe tenerlo en cuenta, y debe saberse fracasado que fracasa constantemente, en las líneas que ara la escritura en el fondo blanco. Porque por mucho que escriba sobre los más variopintos asuntos, su escritura forma parte de y realiza una vocación aun más secreta e inútil, una vocación que así lúcidamente se sabe inútil. La escritura es como arañar en el vacío a fuerza de palabras que quedan magnéticamente instaladas, pero siempre amenazantes y amenazadas, enfermas, palabras que a veces levitan o que se hunden en el subsuelo y que siempre, en todo caso, yerran el tiro. Las palabras se arrojan, para que queden como visibles testigos de la merma que es el hombre, de lo poco lejos que alcanza, de lo que tiene de nada y de resta. La secreta y auténtica aspiración del escritor es, digámoslo ya, escribir para que permanezca imponentemente grabada la Palabra en el vacío. La vieja concepción cabalística del nombre que es todos los nombres, o los nombres del Dios islámico que no llegan a definir jamás a Dios, para lo cual haría falta una palabra, una sola palabra que acaso apenas sea todo el texto venerado que llegue en el mundo mancillado a desvelar lo inasible, esta vieja concepción es la que subyace, de hecho, en toda escritura.
Sea la narrativa, la poesía, el guión cinematográfico o el teatro, todo persigue cansina y monótonamente, como en un mismo mantra, escribir, es decir, marcar en el volátil aire, oblicuamente, el nombre secreto. Hay una diversidad inagotable de textos que nos mantiene y ocupa, textos que somos, en una bella y digna variedad, pero una diversidad que aspira a un centro que si llegara a decirse haría inútil el lenguaje. El lenguaje existe como tarea, como ser del hombre, mas alude y aspira a lo que es menos pero más, infinitamente, que todo lo dicho. El nombre no es tanto un añadido al mundo, sino una resta que dice lo que no puede ser. Vivimos de hecho de este modo, y tal es nuestra naturaleza o condición. Hablar, escribir, para nada. Esta es la paradoja. Se es lo que se es en la suma de los actos, pero lo que verdaderamente sea, siendo deseado, es la más descabellada aspiración soñada. Es exactamente un sueño.
Se busca, pues, el nombre secreto, y la literatura existe como digno testigo de la imposibilidad de lograrlo. Cabe imaginar esa única y pura fuente como lo que está al principio y al final de la escritura. Es lo que se resiste a ser capturado por la palabra, pero que nos habla y pronuncia, en un lenguaje olvidado. Por tanto, hoy sólo queda ese olvido, esa nostalgia que nuestros antecesores tuvieron de nombrar impecable y certeramente y de glosar o reflejar una lengua primigenia y perfecta. Es la Palabra, por tanto, impronunciable, y la actualiza, no obstante su invisibilidad, una nostalgia y un deseo. Escribir es también, en este sentido, ejercitar una suerte de lejanía. La Palabra es la aspiración a que el mundo sea agarrado y mantenido en el ser, a obtener una consistencia que en realidad no lo es, y una hipótesis de mortal desmesura. Así, la aspiración es sobrehumana, y corre el riesgo de que quien escribe se deshaga en su escritura, en el torpe intento que emprende cada vez que agarra lápiz o teclado del ordenador. El contacto con esta secreta Palabra, su búsqueda, hiela y nos convierte, como la mirada de Medusa, en piedra. Uno se perfila y densifica nombrando, pero igual que esto le da consistencia al escritor, se la sustrae por otro lado. Así, si escribir es escribirse, también topamos con una equivocación, de esas equivocaciones que lo son porque aspiran a falsedades, pero que aciertan en cuanto nos constituye lejanos y mudos. El escritor escribe porque es mudo, porque no tiene lo que postula, y por eso reduplica el mundo, lo refleja y multiplica en arañazos frustrados. Así, el escritor está condenado a la frustración constante. Quizás quien más acierte, por lo menos con el intento, sea el escritor fragmentario, de la estirpe de Nietzsche, con todo lo que hasta hoy se ha practicado. Al menos en el fragmento queda patente el carácter roto del mundo, su quebradura, y nuestra quebradura.