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El coronel Kurtz, en la película Apocalypse Now, ha enfilado su última desnudez, en un adelgazamiento espiritual que lo ha ido tornando hacia su esencia, hacia el núcleo invisible y sordo bajo las capas arrancadas a su Yo civilizado. Ha llegado al depósito final y hondo de toda civilización, al precipitado de la guerra. Kurtz no se explica, sino que destila todo su ego hasta alcanzar el hueco y el no lugar que subyace como sima. Afronta la nuda guerra y el despojo de sí mismo. Adquiere una lucidez que enturbia, una visión de lo no visible, una luz oscura. Llega a una conciencia de sí que es la consecuencia de una tensión, una plenitud nihilizante que le ha nihilizado. Kurtz se ha vaciado de sí mismo en su extremar lo bélico, en un ejercicio de sabiduría, para comprenderse como pathos puro. No tenía escapatoria (¿es la locura saberse lúcidamente sin escapatoria?). Ha ejecutado una negación de sí que se torna agónica huida. Kurtz se busca en la derrota. Da vuelo a su derrota. Se ha amortajado dejando que se alcen y evolucionen los límites y vacíos sembrados por otros en sí mismo, hasta el vómito y la malaria. Sobrevive en su cubil, adorado, poseso de su verdad destilada, ensimismado en sus heridas. Todo huele a enfermedad a su alrededor. A una lúcida enfermedad.
Por eso, para ver, se ubica en la extrema estrechez de ser. Muere de inanición, practica un ascetismo excesivo (como todos los ascetismos); le queda su sacrificio. Su actividad quiere ir más allá de lo que se es tensando las líneas de fuerzas, en una labor cansina que teje en la jungla.
En Kurtz parece haber un antes y un ahora, pero desde el uno se ilumina el otro. Es ambos. Es ese pasado que era, militar y guerrero, esa avidez y esa obediencia para no ser, propia de la guerra. Un rutilante no ser de pólvora y honor. Una disciplinada abstinencia de ser. Y también es los cercos que aguardan ahora, después de la aciaga lucidez. Antes y ahora es un no persistente. Porque no avanza. Parece haber avanzado, pero no lo ha hecho ni un milímetro. El no camina falsamente en círculo, blandiendo una alucinada marcha, en la repetitiva asfixia, en el desfile en la asombrosa selva. Sin escape. Un no final que conduce al final irónico, a la naciente ironía, a la lucidez del bélico ironizarse, al impugnar espantado e incapaz lo que se hace, hasta el vértigo y la fatiga, hasta el mayor de los fracasos, hasta el más despiadado no ser.
Kurtz ejecuta un educativobuceo en sí mismo; en un sí mismo al que debe tornar la mirada fugitivo, restallante. Es un fabricarse que mira los límites que lo constituyen; un no superar la propia época. Es nombrarse para nada. Es un impotente querer ser más renegando de ser más. Es una guerra. Un definirse en la sobreabundancia del ser menos al que llega en la jungla. La jungla, que es exuberante reinado de lo efímero.
Existir ha llegado a ser, para Kurtz, un hacerse frente a límites, vivir en ellos y ser ellos, es decir, donde acaba el hombre, la razón o la ética, a las que llega por reducción al absurdo, por su asfixiante contrario. En una tarea que lo pone en relación con el lugar inhabitado de un posible Dios que calla y nos cerca en su mudez, que habita más allá del límite que se es y que es Dios en su clamoroso no estar. Porque donde hay límite hay Dios. Esta es también una vieja guerra, un agónico combate de Jacob con el ángel. Una presencia de Dios que lo es por su ausencia, que no se puede sino postular a partir de la malla de este mundo. Una trascendencia que se presiente en su propia falta, fallida, huidiza. Un Dios parido por la guerra. Un Dios silencioso que se escapa, que no pasa de ser una reverberación sobre la superficie del agua. El Dios del conflicto y del combate. Y ser hombre es un gerundio y también, como Dios, una hipótesis, que es labrada por el vacío y la nada divinos. Es el absurdo de disponerse en una tarea inacabable, infructuosa, desesperante. Es ese tedio, ese plano. Es poner el final y el principio, que se mueven como el horizonte cuando se avanza. Es llegar a Dios por la desesperación.
Educar-se es poner, también, una definición. Es aquí donde se alzan definiciones que el hombre muerde en su frenesí de ser. Muerde y obra, se explaya, se crea en el espacio donde hay que poner lo posible. Es una tarea que ciegamente ejecutamos, la de colocar las verdades y realizar el logos, el camino hacia las mismas, en una tensa e incompleta inmanencia. Educarse es saberse rodeado de abismos, saber que ninguna decisión los borra, que nos interpelan calladamente. Es la lucidez de vislumbrarlos, de saberlos abiertos bajo nuestros pies.
Es lo que el Coronel Kurtz ha descubierto, en suma. Que el hombre pone abismos; que es abismos. Su tierra se ha movido, como en un sismo; lo telúrico donde anda parece no sostenerlo. Kurtz sobrevuela espantado la banalidad de ser, nombrándose imposiblemente, definiéndose mediante la indefinición de la guerra que disuelve. Kurtz es un pasmoso intento de renombrar las cosas, de conducir a todos a ese tiempo nuevo que hay que establecer y fijar, pero el cual es en realidad, tristemente, mera repetición de lo dado, vertiginoso reflejo, caos de espejos. Es estar atrapado. Eso es lo que ejecuta Kurtz, ese orden caótico. Sus nombres constituyen una pobreza y un horror. Ostenta la lucidez de ver lo vacío de ser repitiéndose, de sumar vacíos. Kurtz es el intento de ser más sin poder ser más.