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Verdad y pedagogía en Pablo de Tarso Marcos Santos Gómez
Pablo de Tarso escribe con pasión los textos de sus epístolas, concibiendo la escritura como medio de comunicación casi tan inmediato y directo como la conversación a viva voz. Nada más lejos de un tratado. Parece obrar a veces en arrebatos de emoción y desde luego todos sus escritos componen una pedagogía que se refiere principalmente a un camino práctico, a un modo nuevo de proceder, que aun manteniendo un cierto conocimiento teórico, no son una reflexión sistemática al estilo de muchos textos filosóficos. El tiempo de los tratados, en el pensamiento cristiano, llegaría después de la pedagogía desplegada en sus primerísimos momentos (Orígenes); y en esto el cristianismo es una fiel copia de lo que con ese otro “catecismo” práctico se estaba desarrollando, el “catecismo” en que se había convertido y vulgarizado la sabiduría estoica, que es, además de ciertas nociones platónicas, la principal ideología en el siglo I.
Había, desde hacía tiempo, desde el tiempo helenístico y con muy especial relevancia en Roma, en la Roma imperial, una necesidad de tomar la filosofía como orientación, como búsqueda del sentido desde un punto de vista operativo, para el obrar cotidiano, en un mundo “globalizado” (en Pompeya hay pinturas que retratan exóticos paisajes y personas de lo que hoy llamamos África subsahariana) que se había tornado bastante complejo e inseguro. La sociedad esclavista, en sus diferentes estratos, necesitaba de una cohesión que por lo menos, a nivel ideológico, se hiciera efectiva. De modo que el cristianismo se encontró con esto justo en el periodo de Pablo, cuyo gran mérito fue la universalización del cristianismo incipiente. Este se vio obligado, en su voluntad universalista, a dialogar con esta fe estoica de las obras guiadas por unos pocos principios básicos en torno a la igualdad esencial del género humano, aun no entendiendo que hubiera que trocar el mundo esclavista. Un proyecto que diera una continuidad al judaísmo, sin sacrificarlo, en su idea de “Pueblo elegido” pero extendida al conjunto de todos los hombres, más allá de Israel. La fidelidad a los muertos y a la vieja humanidad ya señalada, como mística unidad de los hombres, por el conocido discurso de Pericles que inserta Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso e incluso por algunos mitos paganos. Como en la “fe” estoica, Pablo es también práctico, buscando y promoviendo una creencia cuyas repercusiones morales fueran sencillas, claras pero no rigoristas, aun en un mundo por otro lado cada vez más espiritualizado y teorizante.
Pero la fe nueva que San Pablo introduce en judíos y gentiles, en búsqueda de su expresión en un lenguaje e ideología comunes a judíos y gentiles paganos (que fue donde halló sobre todo al estoicismo), tiene también un marcado componente cognitivo. Acude Pablo al necesario presupuesto teórico de la fe en Jesús. Este nuevo modo es, ni más ni menos, que propugnar la confianza en la relevancia de Jesús, que muere por nosotros en una suerte de sacrificio típico de las contemporáneas, y muy proliferantes, religiones mistéricas (como el culto a Isis, por decir una de ellas), y que se erige ahora en clave para explicar el mundo y fundar la ética. Esta fe supone creer en esa verdad central de un Hijo de Dios que muere y resucita, y en manifestar la voluntad de seguirlo y presuponer la centralidad de lo sucedido con Él, que abre una nueva etapa mesiánica en el judaísmo y entre los gentiles paganos que se incorporan ahora al pueblo de Dios, siguiendo con coherencia lo que se anunciara en la historia de Abrahán que debió también situar el culto al Dios único como pilar para su pensamiento y para su obrar. Pablo, en Gal se apoya en Abrahán y algún pasaje arrollador del muy arrollador profeta Isaías, que sin decir exactamente lo que Pablo dice, ya manifiesta una necesidad de trascender el judaísmo más allá de sus límites al convocar a todas las naciones para ingresar en el final de los tiempos.
Además del momento cognitivo propuesto por Pablo, se apunta también a un nuevo comportamiento en el creyente en relación con las viejas prescripciones judías, en la superación de la Ley y de los preceptos que sin ser negados (insiste en ello Piñero frente a lecturas anti-judías que ven en Jesús y en la nueva fe una absoluta descalificación de la “Vía antigua” del judaísmo) pueden ser relativizados. Piñero emprende un erudito y detallado estudio de las epístolas 1Tes y Gal que avala el ofrecimiento de una doble vía para judíos (que no implicaba necesariamente dejar de cumplir la Ley) y gentiles, que, al modo de los “temerosos de Dios” que convivían con el judaísmo aceptando con simpatía religiosa el mismo, podían asumir una suerte de resumen práctico (ético) contenido en el Decálogo. Es como si hubiera un sentido común ético en el que podían coincidir todos los pueblos de la época, al que apunta Pablo. Es el lenguaje y el mundo que Pablo se ve obligado a presuponer. La Ley judía debía entonces ser vista como una pedagogía (conducción, camino) que enseñaba de un modo práctico la verdad fundamental del amor a los demás, en la que diversos textos judíos (Levítico, Deuteronomio) ya resumen (mucho antes de Jesucristo) todo el contenido de los preceptos que habían de seguir los judíos, el pueblo de Israel.
Piñero recalca la doble implicación racional-teórica y práctica de lo inaugurado por Jesucristo. Frente a esta interpretación, que es la que se ha dado durante siglos, entre otros por Lutero, cuya Reforma tiene como elemento central la justificación por la fe que se desarrolla en Gal y en Rom (son las dos cartas en las que el alemán centra y basa lo principal de su nueva teología, y muy importantes, por tanto, para entender el protestantismo), frente a esta interpretación decimos, hay una nueva que enfatiza, desde una distinta acepción señalada en la terminología griega del texto paulino, una seductora idea. Es la de antes asumir un seguimiento de Cristo, una imitación de su camino, y desarrollar la fe ya tan solo como una ética exclusivamente y no en su vertiente más intelectual que significaba un asumir una verdad teórica (aun cuando también en esta versión, existan nuevas perspectivas para la conducta y las obras). Es decir, sería como un “tú sigue e imita lo que sucedió, aunque mantengas un desconcierto en la teoría, un no saber, un vacío en el centro que precisamente la primera interpretación de Gal (católica y protestante) llenaba de “verdad”.
Piñero, y mi modesto parecer de lector, opta sin embargo por la noción de fidelidad y fe enarboladas en el sentido tradicional, manifestado por la teología durante siglos. Parece mucho menos problemático así entender la idea de una “justificación”, o sea, alejamiento del pecado, del mal, de lo que nos pudre por dentro (quizás diría Lutero) por medio de la fe o confianza depositada en el Dios sanador. En síntesis, los dos momentos cognitivo y práctico en la nueva religión, que hemos señalado.
La verdad es que el texto de San Pablo es a menudo muy oscuro y enrevesado. Piñero lo quiere entender desde las claves de su tiempo, en una hermenéutica científica pero finalmente relativista, que acude a comprender bien lo que refería el Apóstol a la gente de su época, pero quien jamás pensó en hablarnos a nosotros. El esfuerzo hay que hacerlo, en especial desde un saludable prurito ilustrado, para en primer lugar ver claramente qué decía a sus interlocutores, con las categorías de su época y, quizás a lo Bultmann, desmitologizarlo para imposiblemente actualizarlo. Piñero no cree que se pueda llegar a esto último, me está pareciendo, y su voluntad no es en absoluto “actualizar” lo que no puede, básicamente, ser actualizado. Las viejas categorías lo son todo en el mensaje y hoy leer a Pablo puede desconcertarnos, de manera que mucho hacemos con entenderlo en el contexto de su tiempo, y nada más. La historia proclama, por tanto, una suerte de vacío central que sólo puede, en definitiva, abordar una teología negativa y todas las prevenciones del mundo.
Respecto al obrar consecuente con la nueva fe, recordemos lo que decía Dostoievski, “si no hay Dios está todo permitido”, cita que referimos con la precaución de, inmediatamente, negarla (la pedagogía a veces tiene estas necesarias torceduras). Lo que el ruso quería decir es que hace falta el momento teórico de la fe para justificar las obras, para hacerlas desplegarse desde una verdad intelectual asumida. Pero si creyéramos esto, la ética quedaría deslucida, raquítica. Sería adoptar un obrar cojo, falto de sentido y seguirlo, si es sin fe, en su precariedad, en su escasez y falta de sustancialidad. Frente a esto, como afirman algunos teólogos actuales, lo que dice la ética del amor y del Decálogo puede y debe ser asumido como algo valiosísimo que no necesita de la fe para ser justificado. Sin Dios, también lo bueno sería bueno y una conducta a partir de la llamada ley de oro (No hagas a los demás lo que tú no quieres para ti) valdría igual. Estamos, con esto, en un extremo cuya antítesis acaso sea Lutero, para quien la fe “cognitiva” o explicativa resulta indispensable, y que habría que estudiar y relacionar con un catolicismo coherente (no luterano). Una figura, por cierto, que ilustra este extremado practicismo que se adelanta a la fe en su previa realización es, hemos escrito abundantemente, Iván Illich.
Hay que remarcar de nuevo que un intento de justificación personal por medio de una práctica moral (que no sería ya la de la vieja Ley judía, nos diría San Pablo), es precisamente lo esencial del estoicismo tal como se entendía en época romana, en su vertiente materialista. Un “hacer lo correcto” en primer lugar, antes de querer explicar de manera última el mundo (Séneca, aunque no tanto la lectura del estoicismo que seguramente llega e inunda a Pablo, próxima al neoplatonismo). Así, iría primero una Pedagogía, como respuesta implícita, como salida al desconcierto. Es decir, la propuesta de conformar un trabajo del Yo, de un hacerse uno y el mundo, de construir verdad, de un camino, de una edificación del Yo y del Nosotros como lo previo y lo fundamental, aunque ya no en las claves de un código de prescripciones rigorista.