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Educar para ser, de Rebeca Wild (II)Marcos Santos Gómez
Wild, R. (2011). Educar para ser. Vivencias de una escuela activa. Barcelona: Herder (primera edición 1982)
Vertebra el proyecto pedagógico de la escuela Pestalozzi, a mediados de los ochenta, una creencia principal, que hemos hallado muy a menudo en toda la educación activa o no directiva, como es el caso de la afamada escuela Summerhill. Consiste en la postulación de un “interior” del niño que es como un saco de necesidades que se despliegan armoniosas y en orden, siguiendo escrupulosamente, en el caso de la Pestalozzi, los hallazgos de la más prestigiosa y clásica psicología evolutiva, en especial Piaget. Es en este "interior" en el que hay hueco y nada, pero también inercias, es decir, naturaleza (Rousseau). El hambre por ciertos fines.
En el caso de Summerhill, la cuestión de la interioridad del hombre y del educando se resuelve en los términos del freudomarxismo de Fromm y, sobre todo, de Reich. Siguiendo esta pista, no es cierto que la sociedad se constituya después de la maduración, como cree cierta interpretación demasiado estrecha e ingenua del pensamiento rousseauniano, sino que ésta se da necesariamente encarnada en una naturaleza humana que para realizarse a su vez la requiere y demanda. La sociedad es el “antes” y el “después” de la naturaleza humana. Es la fusión dinámica, inagotable y proteica de lo social con lo natural lo que llena, previamente y para a su vez ser llenado, el “interior”. El niño reclama ser educado pero siempre en un proceso social, porque es en los términos y márgenes, o posibilidades de una sociedad, como podrá ser y expresarse el niño. La sociedad, desde un punto de vista negativo, como necesidad que reclama ser cubierta, y desde un punto de vista positivo, como los contenidos reales de una civilización, existe en el niño desde el embrión. No podrá ser si no es en la sociedad, entre los hombres, en el mundo humano y humanizado. El contractualismo político rousseauniano no deja de ser un postulado que resulta necesario para abordar y entender la necesidad de una racionalización de la política y de los fundamentos de la vida social. Es esta racionalización de la vida, en la forma de salud y de terapia (Fromm), la que propugnan las escuelas no directivas. La forma de racionalizar la vida es normalizarla, es decir, hacerla casar finalmente con ese interior de necesidades que reclaman su satisfacción regular, de un modo acorde con el crecimiento de la mente del niño. La pedagogía en Rousseau es eso, el arte de encajar lo que el hombre necesita para ser feliz, con un entorno que se lo permita.
Rebeca Wild no para de referirse a ese misterioso “interior” con el cual debe acordarse el mundo. El mundo llega sabiamente troceado y adecuado a la condición infantil, que debe probarlo por sí mismo, hacerse con él fruitivamente. En el texto de Wild sobre todo el “interior” es, radicalmente en contra de la teoría behaviourista, quien toma, y el exterior, el adulto, quien dispone todos los ingredientes a la mano del niño, que los toma obedeciendo su “naturaleza”. En el uso de estos términos no matiza, creo, lo suficiente Wild, y todo queda psicologizado, de un modo mucho más escindido entre dentro y fuera que como nos lo presenta la teoría freudomarxista. Una interioridad rousseauniana que remite a una tradición filosófico-pedagógica de enorme arraigo y longevidad en occidente: el estoicismo. El mismo estoicismo que define sus praxis a otro rousseauniano famoso: Pestalozzi. Es el descubrimiento de esta interioridad lo que funda la pedagogía occidental y, sobre todo, moderna e ilustrada. Un interior que debe hacerse fuerte y virtuoso, para soportar los embates de la existencia (casi dice Rousseau en Emilioliteralmente, en las bellísimas primeras páginas de su obra). Una tradición de neoestoicismo que se halla en el proyecto moderno.
Contra las apariencias, el niño está, no lo duda Wild, volcado en la sociedad. Y de hecho, su caminar “virtuoso” debe alejarlo, si quiere ser feliz, de lo que ella llama “egocentrismo”. Frente a ello, la educación activa de las escuelas “avanzadas” favorece los lazos con el mundo que rodea al niño sin neurosis, es decir, como un trato activo, vivo, alegre con el mundo.
Muchas de las preguntas, reticencias y asombros que genera Summerhill son también recibidos, constata Rebeca, en la escuela Pestalozzi. En gran parte utiliza unas razones semejantes a las de A. S. Neill para justificar que en el aparente desorden y espontaneísmo de su escuela hay un orden y una lógica. En efecto, la escuela Pestalozzi sería como un instrumento musical afinado, frente a la escuela tradicional (ecuatoriana de mediados de los 80, donde vivía Wild) que es el instrumento desafinado y disonante. Hay, por tanto, una pasión por un orden donde justamente creíamos ver lo contrario.
Esta confianza en la educación (de una interioridad) aleja de pretensiones directamente políticas, verbalizadas, tanto a la escuela Pestalozzi como a Summerhill. Pero en la construcción de un sujeto o interior virtuoso está ya la llamada de un mundo nuevo. Hay una rara y contradictoria relación entre conservar el mundo y revolucionarlo, como sendas fuerzas que, exactamente igual que sucede en el estoicismo, se dan a la vez en estos proyectos pedagógicos. A una sociedad que debilita al sujeto, se opone el fortalecimiento del mismo, su plena constitución, su presencia contundente. El sujeto sirve para ubicar lo moral y desde su postulación enjuiciar a toda la sociedad en su rumbo presente. Así, se confía en el “quien” heroico que es capaz de luchar para cambiar lo que le afecta, incluso de decidirlo, sin más determinismos que los psíquicos, para Wild.
No obstante, la ambigüedad política de estos proyectos, y nos centraremos sólo en el centro Pestalozzi, a veces sale a relucir. En este sentido, ella justifica su nueva pedagogía justamente para conformar niños y hombres que puedan adaptarse bien a la cada vez mayor movilidad y obsolescencia de las cosas en nuestro mundo (p. 169). Algo que viene bien también a un espíritu capitalista. Se provoca una infancia muy feliz para que después, pase lo que pase (Rousseau, estoicismo) siga habiendo una felicidad individual y una adaptación sin chirridos a lo que haya. Este es el mayor escollo del pensamiento “psicologizante” y “pedagogizante”. ¡La clave de la búsqueda del mundo nuevo está, para Wild, en el método Montessori! Niños bien educados, respetuosamente, para hacerse adultos siempre alegres y activos, y con un cierto recelo ante los ambientes escolares. Así, Wild, en el epílogo de su libro, cuando sus hijos ya tienen unos 40 años, insinúa orgullosa que son muy creativos y felices porque, precisamente, han eludido la universidad.
Hay también un reencuentro del hombre con lo concreto, frente a lo que Wild considera una pedagogía de la abstracción que funda la escuela tradicional. “La escuela activa se propone dejar que cada niño aprenda de acuerdo con el ritmo de su desarrollo y a través de actividades reales en un mundo real; no en el insípido mundo de los libros de texto” (p. 166).Y lo más concreto es el puro obrar del niño desde sus necesidades y circunstancias mentales. Es lo que el maestro debe favorecer con su presencia no intimidante, al estilo del Emilio. Una educación que no lo es o, mejor dicho, que no lo parece. El adulto se limita a “respetar” al niño: “Nuestro respeto por su plena humanidad no pretende ‘favorecer’ a los niños para que, a través de nuestros métodos científicos, se conviertan en adultos que piensan lógicamente, sino que es aceptarlos en su ser niños de hoy y esta aceptación es algo que los propios niños sentirán como amor” (p. 174). El ámbito concreto del niño se salva y todo se acopla mansamente, incluso la compasión por los demás. Justo porque hay ese niño íntimamente (mentalmente) sano, lo social y el respeto por la alteridad florecen. “En la medida que los niños se sienten respetados y amados, adquieren la capacidad de transmitir este respeto y este amor a otras personas, de sentir sus necesidades y satisfacerlas” (p. 174). Lo más abstracto, como la lectura, debe llegar y llega en último lugar, cuando el niño se ha literalmente hartado de probar el mundo de un modo tangible. Su educación debe ser primero una exuberancia de los sentidos y de la creación pura. Sólo entonces puede asimilar sin neurosis las partes más abstractas del mundo humano. Señal de que todo va bien es el juego puro, el más explosivo afán lúdico. Pero el niño, no aprende con esto a no esforzarse, sino que por el contrario, llega a desarrollar un esfuerzo, planificación y constancia insólitas en los niños de las escuelas convencionales.
Del aparente caos brota un orden y, al mismo tiempo, la verdadera libertad, como responsable autorregulación, que tanto Wild como A. S. Neill no paran de intentar definir, para que todos lo entendamos en medio de un mundo que enseña que toda regla u orden son coacción exterior. De nuevo, aparece esta clave de la interioridad autorregulada como garante y origen también de la salud social. “La capacidad de mirar a nuestro interior refuerza nuestra personalidad y, al mismo tiempo, nos une con el resto de la humanidad. Nos hace posible el pensamiento creativo, dona fuerzas curativas y ayuda a planificar la vida práctica” (p. 178). Así, el orden natural es el que resulta fundado en las necesidades del sujeto, de un modo semejante a lo establecido por Fromm. “En una escuela que se propone servir al ser, hallaremos experiencias mensurables y experiencias que no son mensurables. No podemos perder de vista nunca que del ‘espacio interior’ de los niños surge una voluntad propia que debemos aprender a respetar. Sin embargo, este ‘espacio interior’ no va a estar únicamente al servicio de una ‘contemplación interior’ que se basta a sí misma, sino que se corresponderá con un campo de fuerzas que desencadena actividad tanto hacia fuera como hacia dentro” (p. 243). Así, el “interior” transforma el “exterior”, eludiendo el peligro de un tipo de estoicismo solipsista y paralizante que ha abundado, por ejemplo, en las versiones más idealistas y espiritualistas del cristianismo (que justamente debe ser todo lo contrario). “Nos damos cuenta de que solo en la medida que contemos con un espacio interior en nosotros mismos nos tomaremos en serio el ‘espacio interior’ de los niños” (p. 250). Un espacio interior que produce diversidad, frente al monolitismo jerarquizante de, en palabras de Wild, la escuela convencional. Es esta armónica diversidad en la que, por ejemplo, cuenta Wild que conviven niños “sanos” con distintos discapacitados de un modo apacible y respetuoso, de manera que queda derogada toda previa selección de facultades y categorizaciones. Cada uno, incluido el maestro, debe ser “uno mismo” para poder ver como son a los demás. “En la medida que consigamos ser con los niños ‘nosotros mismos’, y no solamente representar un personaje del que salimos de nuevo al finalizar la clase, también los niños serán ‘ellos mismos’ y nos mostrarán de forma totalmente abierta como reciben nuestras buenas intenciones” (p. 263). Todo esto, en un sentido muy estoico, implica que la pedagogía sea un modo de terapia, que queden unidas educación y terapia, para hacer fuerte y constituir a una subjetividad hacedora. Una pedagogía, pues, para conformar un mundo sin conflictos, pero, a su pesar, conflictiva.