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El mundo despojado (II)
Marcos Santos Gómez
I.
El desdoblamiento por el que la palabra que emana de nosotros se escinde y parece cobrar vida está en el origen de una cierta patología de nuestras sociedades para la que ciertas filosofías han procurado la cura, más allá de la logificación de la realidad a la que cierta razón ilustrada se ha prestado. Adelantemos que esta “cura” ejemplar será la llevada a cabo por Séneca, como apuntaremos en los últimos párrafos de este escrito. Se requerirá un mundo bifurcado para tornar, en la próxima jornada, a un único camino. Entre análisis y síntesis, o, dicho con menos tecnicismo, entre cuchilladas y suturas, se ha dirimido occidente.
Nuestra tesis es que esto ocurre como un movimiento del pensar propio del llamado “milagro griego” que ya naciera con el germen ilustrado en su seno, el germen de su propia corrupción, con el estigma de su autodestrucción, como veremos que le sucede a la Iglesia, que es hija de Atenas. Como el estómago que descompone los nutrientes con el poder de sus ácidos, disolviendo y separando sus partes, extrayendo lo múltiple de lo que era uno, el mundo parece arrancarse y desgajarse de sí mismo bajo el potente influjo de la nueva forma de razón ilustrada. Esta razón opera añadiendo una tensión al mundo en el que anteriormente éramos, insuflando vacío y distancia en la materia. En el mundo previo a esta agonía, el mundo del eros, del amor de Empédocles, en el que todo era uno, las palabras eran, como en los hechizos y sortilegios, motores, fuegos y sustancias reales y vivas en el mundo. Eran su cemento. Se hallaban en él. Lo que aporta la Ilustración específicamente, la Ilustración griega, es un efecto radicalmente distinto, contrario, de las palabras. Ahora, pensar no es tanto introducir un cierto eros en el mundo con el lenguaje y los mitos, vitalizar el mundo, sino dividir y separar, desorganizar, privar de todo sentido a la realidad, como requisito metódico para su comprensión.
Las palabras, en este proceso, pueden aspirar a una consistencia propia, pueden aspirar a obedecer reglas y lógicas hasta cierto punto autónomas que se justifican por su aplicación en el análisis de la realidad. Sin embargo, aunque las palabras aspiren a describir el mundo y apuntar a su significado global, ya no se engarzan en el mundo que explican, sino que se hallan sobre él. El lenguaje parece rebelarse y liberarse de su propia materia, tornándose todo lo más en escueto signo.
En la Ilustración ocurre el proceso de proyección del deseo de saber, de darse respuestas firmes, de hallar claridad. El mono que para sobrevivir buscaba pasajes en el laberinto sensorial del fresco bosque o de los pantanos putrefactos, ahora exporta ese mundo propio y reducido de anhelos y temores, en el que ambos, mono y entorno están hechos a su medida, para extrapolarlo al vasto y terrorífico universo. En este proceso, la vieja palabra del mito que lo era y lo decía todo, ahora quiere saber, pero sin ser ya nada, sin ser apenas un remedo de su origen en el mundo natural o en el corazón del hombre, y careciendo, por tanto, de cierta clave imprescindible. Mundo y lenguaje se convierten en distintos ámbitos, en diferentes totalidades. Aunque es verdad que todo discurso procede y se nutre de un mundo humano, o mundo de la vida, cobra una cierta entidad propia y se autonomiza, de manera que ejecuta un salto cualitativo, que constituye un nuevo mundo. Ahora el hombre habita en este ámbito de la intertextualidad, oceánico. La palabra ha de retorcerse en un curso lleno de meandros o ceñirse fatalmente a una referencialidad de lógica o diccionario que nunca satisface, aunque seduzca y manifieste una singular belleza, la del gélido Tractatus. Cuando se las tiene que ver con el misterio del mundo ha de transmutarse, bifurcarse y replegarse vehementemente, como Proteo, sin dar jamás con la forma definitiva. Ha perdido su conexión con el mundo y por eso la Ilustración es una perpetua condena a buscar el mundo sin acabar de hallarlo nunca, un mundo tan propio y próximo como, paradójicamente, lejano e inabarcable. El desierto de lo real, hecho de espacios infinitos y esferas inverosímiles, presupone que previamente la palabra se desgajara para volver falazmente cierta a apresarlo, a helarlo y a partirlo, ocultando en el método y la fe sistemática su desesperación.
No tratamos de identificar toda la Ilustración con el proceso por el que las palabras se tornan una suerte de corteza del mundo, pues la iluminación de tinieblas, que es el movimiento más propio y básico de esa voluntad surgida milagrosamente en Grecia, mucho antes de lo que se daría en llamar “modernidad”, no corresponde únicamente con la conceptualización del mundo. La Ilustración no es sólo la madurez por la que el hombre se torna reflexivo en cuanto piensa en las palabras de que se sirve, con las que conscientemente sustituye el mundo, según advirtiera el propio Copérnico, que gracias a una esfera autónoma hecha de palabras y artefactos, puede dar la vuelta al mundo natural, y con él, a las ideas y esencias. Pues la madurez de la filosofía es la madurez de saberse un lenguaje ya viejo y gastado cuyo afán de ser mundo ha fracasado en repetidas ocasiones. ¿Qué hacer entonces con el lenguaje, cuando ya no encaja? ¿Ha de tornar éste a lo real y explicarlo? ¿O ha de constituir desde entonces el pantanoso mundo de los hombres que gira sobre sí mismo constituyendo la materia humana escindida del mundo natural? La Ilustración nació pues de una crisis y es, ella misma, la permanente crisis que desde el primer milenio antes de Cristo acompaña a la humanidad. Una crisis en la que el lenguaje y las literaturas (mitos) ocuparán un importante papel. ¿Se adentra la era de la muerte de Dios mucho antes de su elocuente enunciación por Nietzsche? ¿Es este deicidio el operado por la cristalización lingüística de lo real en un verbo estático que Heidegger llamara entificación del ser, proceso que habría de devenir en la búsqueda misional de Dios en el mundo caído por parte del católico, para el que la caída es un hecho histórico? ¿O está en el fondo de la Ilustración el desengañado desgarro y la negatividad sacrificial de Lutero, para el que la caída es una herida metafísica, en la pérdida y el desconcierto protestante como últimas palabras de un occidente horadado por sus propios acertijos? Nuestro nervio principal en estas líneas es que en efecto se produjo una caída metafísica, durante el llamado milagro griego, en la medida que el lenguaje se esclerotizó y no fue capaz ya de fertilizar el mundo y de fertilizarse con el mundo, de responder con pregnancia y “empatía” a la existencia. Es como si las palabras se hubieran hecho mudas al perder su inocencia, al adquirir conciencia de que eran palabras, como si al tornarse lúcidas, al hacerse conceptos, sustancias, hubieran dejado de plegarse mansamente a la realidad y resaltaran sobre todo las fricciones y chispas que el roce con lo real levanta en el duro metal del lenguaje consciente de sí mismo y supuestamente emancipado del caldo mítico originario, del melting pot de una materia informe.
El lenguaje tornado concepto es ahora instrumento que emerge de una tensión entre sí mismo y el mundo al que trata de referirse desesperadamente. Sirve a una problematización de la realidad que crearía a la ciencia, o sea, que parte de la agónica traducción del paralizante enigma del mundo a problema. Y hacer del mundo un problema es, en el fondo, un modo de domesticarlo. Un problema es la domesticación del enigma por el que éste dicta el hilo de Ariadna para su propia solución, siendo en las reglas que él mismo funda donde ha de cifrarse toda respuesta, las que proporcionan las llaves que abrirán las puertas que ocultan el sanctasanctorum. Pero cuando la palabra ha dejado de ser mundo, ya ha dejado de poder acoplarse al mundo. Reducirse para tratar con el mundo es traicionarse y traicionar al mundo, abocarse a proferir malas traducciones del mismo. Esta es la insufrible tensión con que nace occidente. Nada encaja en el mundo que ha hecho un fetiche del encajar las cosas.
Los fantasmas vomitados por el turbio pantano de lo real y las sombras son convocados por el pensamiento afilado que hace de bisturí para sajar los viejos mitos. El relato platónico de la caverna, en el Libro VII de La República nos describe una forma nueva, ilustrada, de concebir el mundo y el logos, la relación del logos con el mundo, en la que éste es la sustancia y el mundo, que fue su ancestro, es ahora lo que carece de consistencia y realidad. Lo real se torna verbo, y de esta Ilustración emergerá, por ejemplo, el Prólogo del Evangelio de Juan, su famoso primer verso. El verbo preexistente que se encarna en lo real. Porque la razón griega inventa que el mundo sea equívoco y sombrío, precisando del hilo de Ariadna de un lenguaje claro, de las definiciones precisas que busca Sócrates, para ser aclarado, en una ilustración entendida justo como iluminación, como si el esplendor del sol exterior a la gruta de los prisioneros hubiera de fulminar con su ostentosa elocuencia cualquier sombra de antaño.
Es preciso fabricar una desolación para que a su vez haya una sazón y una consistencia para las palabras, dotadas del prestigio de los dioses defenestrados, y que ahora lleguen a constituir religiones del Libro o endiablados ejercicios de una razón que de tan razón, de modo kafkiano, llega a la sinrazón, a su propia impugnación y anulación (Kafka ilustra, de hecho, este fracaso de toda teología discursiva y, acaso, del Talmud). La Iglesia es esa vehemencia cabalística hecha institución, en la que su propio orden aspira a su destrucción, como si naciera con la semilla de su pronta, necesaria y esperada muerte, por la que se trabaja y ora. La Iglesia se sirve, por supuesto, a sí misma, pero también sirve a otro fin, a otra cosa, que acaba siendo mayor que ella y que le da sombra hasta el punto de que se ve abocada, misionalmente, a desaparecer, a dar rienda a eso mayor que ella que la tornará caduca en el Tiempo Nuevo. Es lo que inventara Grecia y que el cristianismo, con Pablo emprende. El cristianismo, y la Iglesia, han podido, de hecho, propiciar una Ilustración que llevaron en su seno, en el encuentro de Jerusalén con Atenas que se dio desde los Padres, desde el propio Pablo. La Iglesia y la religión cristiana se constituyen veteadas de negatividad. Acaso sea lo único esencialmente negativo, antisubstancial, que ha producido el hombre en su historia, algo, a todas luces, prodigioso y único, la más formidable y vigorosa de todas las instituciones porque no hace más que recelar de su propia grandeza y se sabe transitoria, porque hace de la auto-impugnación su fe.
La ironía que Dios ha introducido en el mundo, como guiños en lo más recóndito del mismo, son las paradojas que parecen constituirnos, que se multiplican cada vez que pensamos con claridad, empezando por la gran paradoja que impregna y estigmatiza el pensamiento ilustrado desde el milagro griego: el inevitable juego de desdoblamientos que no cesan y que sólo se superan y mitigan en el mosaico de otros desdoblamientos. La navaja de Ockham, fina ironía inglesa del tardomedievo, solución para una crisis colosal del edificio escolástico, navaja que consiste en hacer consciente la irracionalidad de todo método para hacerse limpia y sistemáticamente con el mundo. Un método que es burla del propio método. No se trata ya del mundo, sino de teorías que lo expliquen, y de elegir entre ellas. Y puestos a elegir, la solución más simple. Y aquí, como viene ocurriendo desde el más hondo origen de la humanidad, lo que inicialmente es horrible y trágico, deviene cómico. Este pliegue de la realidad sobre sí misma que llamamos pensamiento, el simulacro y la sombra que denominamos reflexión, son simplificaciones que redecoran el mundo y lo llenan hasta el hastío como los recargados artesonados de la Alhambra que desde la sencilla simplicidad del número y las líneas parecen enredarlo todo en las paredes del desmesurado palacio nazarí en una exuberante sencillez matemática que tiende a un infinito simple, cuyo sentido es ser, extenderse, prolongarse pero siendo el mismo, estando tal cual, para siempre, en un sosiego que prefigura el infinito de la metafísica y del Uno y al que apuntan la geometría y las proporciones entre las cosas.
II.
Eternamente permanece la solución gnóstica, reluctante, en esta exposición desordenada e intemporal del par de esencias que constituye el milagro griego que voy desarrollando con precarias letras. Desertificación y renuncia, por un lado, y un paciente y sereno labrar que operando, salva, que trabajando, ora. Lutero y Tomás de Aquino; Sócrates, henchido todavía de fe, y el desdoblado Platón, frente a Séneca, como el máximo exponente de la lucidez cuya apología pretendo llevar a cabo. Séneca, que arroja su latín cual cargas de profundidad que, llenas de tensión y reverberaciones, estallan, para producir el movimiento de la restauración y que entonces, pensar sea de nuevo un dinámico enredo con la realidad que la are y fecunde. El acto creador como final de todos los enigmas, que respeta el silencio del mundo sin darle la espalda, el acierto católico, sin transmutar el asombro en desesperado afán de ávidas respuestas. Una nueva y definitiva Ilustración, una madurez cabal, que ora y trabaja, que ensalza y alaba insuflando de nuevo mundo y materia en la palabra, mundanizando, podríamos decir, el logos reseco, una fuga ad mundum que ennoblece la vanidad del mundo, que lo recupera y que lo inserta de nuevo en la palabra como su alma.
El estoico, o, concretando mejor, Séneca, se sirve de un logos redivivo desde la ironía de saberlo impotente en su conquistada distancia, pero precisamente por ello apto para danzar y, en palabras del pedagogo Paulo Freire, “re-danzar el mundo”, en la inexplicable alegría de adivinarse náufrago asido a una escuálida tarima en medio del océano. La suave risa fluye, escapa a la fosilización de lo real por el verbo inerme, y este soñoliento hijo díscolo de Sócrates remueve el yeso antes de que cuaje, para que pueda aplicarse de mil maneras, sin acabar de adherirse. Esta lucidez que ha de devolver su penumbra al mundo para poder verlo, esta luz tenebrosa, supone el mayor acto de madurez, el de acabar relativizando aquello que le sirvió para relativizar los mitos, en un repliegue del pensamiento sobre sí mismo, descubriendo la nada donde se apoyó la desafiante arrogancia de pensar.
Séneca, ahíto de contradicciones, moderno antes de la modernidad, partió de saberse digno en su indignidad, persona antes que aristócrata. Su pensamiento ve la realidad de la persona antes que la del aristócrata o el niño. Aplica categorías que pueden sembrarse y germinar en la fértil humanidad, haciendo saltar todo por los aires (algo muy similar acabaría haciendo el cristianismo con el mundo y la historia). Su verbo reunifica lo que se hallaba escindido, cubre el vacío entre las clases, pero no para ocultar los dolores reales existentes, no para ignorar el vacío y la distancia dolorosa que se expande entre ellas, como tanto se le ha acusado, sino para reventarlos desde ese postulado de una materia que siéndolo todo es nada, que todo lo disuelve, que contagia su eterna corrupción a los dogmas y los prejuicios, para sentir e inventar la piedad, la compasión que nace de la soledad del universo, de la que emergen los sueños. Su razón griega ya se da reconciliada con su origen, ya es saber mundano, de nuevo. La suya es una filosofía que en la medida que construye al hombre, que abre su espacio de la libertad interior, ya es pedagogía, y prefigura al Emilio, cuya tesis fundamental es que pensar es proyectar el mundo humano. Esta voluntad de incidir en la realidad y en la historia de modo que el hombre se redefina a sí mismo es, creo, en esencia lo que llamamos educación, la cual constituye una de las mayores invenciones de Séneca.