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El mundo despojado (I)
Marcos Santos Gómez
Hegel, en la Fenomenología del espíritu, se refiere al modo de relación estoico con el mundo como el de un extrañamiento que lo convierte en un ámbito ajeno, del que se escinde la impotente voluntad humana y por el cual el pensamiento surge precisamente como el movimiento que efectúa esta escisión, como ese modo de situar frente a sí al mundo. Pero trágicamente, lo escindido permanece en quien obra dicha separación, pues el mundo es la materia que lo nutre y constituye. Este desgarro que se vive en lo más íntimo implica la creación de un cierto vacío, la emergencia de una desconexión entre el sujeto que mira y el objeto que es mirado.
El pensamiento medieval, como el Estoicismo, en su momento de mayor crisis se supo capaz de capturar conceptualmente una realidad que, sin embargo, se le escapaba, que permanecía bellamente inasible, una suerte de apagado grito en medio de la cordura de la ciencia incipiente. En este sentido, el nominalismo obra esta fuga propia de la conciencia que esgrime el bisturí de un pensamiento lúcido y tenaz pero que fabrica una desolación semejante. Un extrañamiento que continúa en lo que se daría en llamar Modernidad, cartesiano, que expulsa de sí aquello que es pensado, y que cristaliza y entifica lo que toca, haciendo inaudible la música del cosmos, como ánima oculta en medio de esta muerte expositiva. Así, desde esta ontología propia del occidente cristiano y greco-latino, el mundo es percibido y entendido, al mismo tiempo que se lo intenta abarcar de un modo organizado, como la effroyable esfera de Pascal, en la melancólica magnificencia de una soledad abismal que asombra.
Lo que trato de defender es que esta impotencia en relación con la aprehensión del mundo, que se torna accesible en la medida en que ha de sacrificarse gran parte del mismo, es el germen de una transgresora actividad mundana, la explicación, creo, de que la tan denostada pasividad estoica ante la inconcebible esfera del erial del mundo que se piensa, la aparente resignación que se ciñe a contemplar y aceptar lo dado, no lo sea tal, sino que, al contrario, de ella emergiese una frenética acción y una voluntad de configurar la materia, con la vocación de quien se sabe pequeño como un tábano y feo como Tersites. El mundo está, para el estoico romano, irradiando su silencio, porque permanece pendiente de un hilo en el vacío, ensimismado, en una suerte de soliloquio indescifrable, vertiginosamente lejos, apenas una mota de polvo.
Al tiempo que se comprende desde los cristales de las categorías latinas, se paga el precio de la última ininteligibilidad de lo real, de que en la cadena de explicaciones no haya un final, de que el mundo no pueda contenerse a sí mismo y deba tensarse en pos de una trascedencia que lo niegue. Es lo que iniciara la metafísica, este poder meditar el mundo porque se interpone entre él y el pensador un abismo, horadando las viejas seguridades y firmezas. Ahora se hace evidentísimo lo que ocultaba la razón de Jenófanes en su seno, que fue la luz intensa de una Ilustración que ha poblado de sombras la realidad que trató de iluminar. Justo por esta desasosegante metafísica el estoico, desde ella, por ella y gracias a ella, busca frenéticamente el sosiego. Y el sosiego ya no puede ser el de la plena captación, sino el del puro acto de pensar como infatigable suma de fracasados intentos de captar, una suerte de arrullo al que el hombre debe acostumbrarse pues es lo que mejor realiza su vuelo sobre los espacios infinitos. Esto es lo único que cabe hacer, lo único posible, como el niño que repite una y otra vez la resolución de su puzzle, de un rompecabezas cuyas piezas son gélidos minerales.
Así pues, el estoico tardío, tras el delirio contemplativo griego, en la Roma de los mausoleos y acueductos, se ve abocado a restituir constantemente su forma al mundo, lo que quiere decir a racionalizarlo, a recomponerlo. La incertidumbre le fuerza a una actividad incesante en la frustrante búsqueda de equilibrios efímeros. Cura de almas es la filosofía para el estoico romano, para Séneca, en el sentido de que ésta es, ya no puede sino ser, una re-creación de sí mismo. Es la tensión revolucionaria por excelencia, el obstinado salto de Alvarado sobre la propia inmanencia. Acabar quemado en el incendio de las viejas naves, que el individuo trata de contemplar inmutable, mientras parece morir con las naves en el vacío de un mundo cosificado que desespera. Entonces no resta sino un cierto y decidido avanzar a ciegas, un hacer camino al andar.
Así pues, contra el prejuicio que ve en el estoicismo sólo el momento de estupor y parálisis, pensar es ya una demiúrgica apuesta que en la pronunciación del logos vuelve y revuelve las “cosas”. No queda el mundo idéntico ante el verbo preñado de suave alegría del latín aforístico de Séneca o tras la recia palabra de los Santos Padres, que tiende al Derecho al tiempo que lo rebasa, pues pensar es operar con una vigorosa resignación, convertirse en el ingeniero de una nostalgia infinita y perdida, en el artífice contumaz que enreda en las cosas, que las funde o divide, que las organiza, infundiendo esta misma actividad a lo real, pintando lo real con esta alocada praxis que busca, diría Jaspers, la serenidad en medio del insufrible naufragio. Una tranquillitas animi que consiste en acoplarse al caudal, como el judoka o el junco a la fuerza del viento. Asumir la tensión de pensar para, como el giróvago sufí, dar vueltas borracho de centros y de circunferencias. Poner así en marcha esa conjetura que llamamos “hombre” con su espacio interior y ese sueño que ha de tomarse en serio, entre la fina ironía y la chanza cínica de la Secta del Perro.
La inteligencia estoica consistiría en subrayar lo cómico de la tragedia civilizatoria y, como por arte de magia, todo puede dar la vuelta, todo puede ponerse patas arriba, superando una sucesión de crisis. Ver en tales crisis el momento justo, lo oportuno, el sublime reino de las transformaciones que se acoge con gozo. Un logos, el de Séneca, que evocando a Parménides y procediendo del mismo, ya sólo puede aspirar a ser el logos de Heráclito, a la sombra de Cratilo, mudo de estupor. Revertir tanto desamparo en manso gozo, porque se espera que cuando todo sea nuevamente un mismo curso, la existencia pueda sobrellevarse tan bien como de hecho ya se anticipa en el vientre preñado de utopía de la imaginación estoica, ese espacio de la libertad interior que inventa Séneca y que el cristianismo terminaría de perfilar, hasta llegar al mismo Rousseau. Racionalizar es insuflar la esperanza de que las cosas vuelvan a encajar. El estoico es un mendigo de limpias revoluciones, que cuida y espera, que realiza en el mero acto de resistir, el obrero de un pensamiento que trata de ser pensamiento vivido, es decir, vida filosófica, cabal, consciente, lúcida. Es el pathos de una razón configuradora que ha veteado todo Occidente, cuya función consiste no tanto en entender, sino en labrar el mundo y que transforma enmendando. Una contemplación que opera, que es ya, en su distanciamiento, una firme voluntad de praxis, pues lleva en su seno el deseo de recomponer lo desgarrado.
Y la bullente combinación de los átomos será, entonces, obra del hombre erigido en demiurgo de su propio entorno, peligroso consejero del tirano. Es lo que resta al filósofo en su contenida desesperación. Hacer de intelectual, cumplir esa función que abarca lo epistemológico y lo político, presuponiendo una ontología sombría de la verdad precaria que hay que realizar e invocar en el teatro del mundo. La razón es agua que hierve alimentada por el fuego del mito encorsetado. El agua para una sed insaciable. Así, la serenidad del estoico presupone una inercia de plenitud que se ordena y reconfigura haciéndola más consciente y efectiva, que decide el mundo que quiere y desde el cual mide y templa su conducta. El fantasma de un orden es el medium para convocarlo. La palabra de Séneca es ethosque se encarna, que en su sentencioso latín de plata dinamita socráticamente para esculpir el sujeto. Séneca es, pues, uno de los inventores de la educación, si entendemos por ésta una creación de la realidad personal en la tensión entre el haber sido y el estar siendo, saltando el abismo que los hombres constituyen cuando piensan, cuando se contemplan desde infinidad de precarias perspectivas, el hondo punto ciego, el espacio virginal de la libre interioridad en el que Rousseau irá fabricando un nueva realidad, como un germen, siglos y modernidades más adelante. El hombre vuelto hacia sí mismo que así retorna al mundo. El hombre que descubre la verdad forjándola en sí mismo. La educación.
Es decir, el filósofo, el estoico, quien piensa desde la separación, aspira a reunificarse, a fundirse y a rehacerse en medio del pasmo de ser. Pensar será un modo, desde entonces, de inventar mundo, desde la distancia y la desolación, desde la postulación de abismos. Es lo que su razón ostenta como inercia, lo que con la fuerza de lógica tira de él, a disolver para rehacer, al dinamismo de una primaria inercia por la que afirmar la verdad equivale a afirmar que el mundo es un error que se subsana con la mera afirmación del mismo a pesar de todo y a contracorriente. La reconciliación estoica es saber que no hay reconciliación posible y, sin embargo, el mero hecho de saber esto convierte al mundo en una suerte de orden para Séneca y, con él, para toda la modernidad. El hombre actúa como un dios cuando toma la tarea de enmendar los errores de los dioses. Ese es el punto exacto en el que comienza la aventura de la filosofía. Es la perpetua búsqueda de este simulacro que se alza como un deber lo que moviliza el ethos, desde la ontología del abismo que ha producido a la esfera pascaliana, lo que sosiega, lo que dota a Séneca de esa incisiva ironía que poniendo en evidencia lo que falta, busca completar. El escándalo de saberse casual que escandaliza al mundo y que lo estremece, de adivinarse en aquello que uno ha arrojado de sí, una calma que viene tras la tormenta pero que la ha presupuesto e incluso fabricado, que para sosegarse ha debido inventar un mundo de átomos y de vacío para que en él se insufle la acción de un pensamiento cuya lucidez es saberse sin fondo, es adivinar en sí el mismo vértigo abisal que halla en derredor y que, como el mundo de la metafísica, no puede contenerse a sí mismo sin recurrir al espanto de una cadena de simulacros. Un pensamiento que se sabe configurador y que es acción y proyección sobre el mundo, y que por eso labra mansamente el mundo que quiere, tras fracasar en el empeño de hacerse con el mismo y dotarlo de una explicación última.
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